Hace días al salir del Auditorio Nacional tomé un taxi. Su conductor resultó ser un rumano que en la conversación hasta mi casa me dijo muchas, pero sobre todo dos cosas interesantes. Ante todo, cortésmente, se interesó por la calidad del concierto que acababa de escuchar para manifestar después su interés por la música clásica y expresar su opinión de que en España no se prestaba suficiente atención a este arte y particularmente no se ofrecían programas a buen precio para incentivar la afición de los jóvenes.
Me hablaba con gran precisión y claridad, lo que suscitó mi interés por saber dónde había aprendido nuestra lengua. Comenzó a estudiar en Rumanía donde, por cierto, y esta fue la segunda observación de interés, no se doblan las películas, sino que se escuchan en su idioma original.
La conversación fue fluida debido a sus ganas de hablar y a mi interés, profesional, pero también personal, por conocer la vida y milagros de nuestros inmigrantes. Él había trabajado en la construcción “con un buen hombre” me dijo y ahora la crisis le había llevado al volante de un taxi.
No se pensaba ir. España y Madrid, pese a todo, le ofrecían lo que no había tenido en su país: un trabajo, una atención sanitaria, educación para sus hijos y una pequeña, ahora más pequeña, oportunidad de ahorrar algún dinero. Mi rumano no fue como uno de los 15.000 extranjeros que dejaron de serlo por naturalización o por abandono del país en 2011. Por primera vez en ese año la población foránea bajó desde 1996.
Pero estoy seguro de que en pocos años volverá a subir, debido a esa situación de pocos nacimientos y mucho envejecimiento que caracteriza nuestra demografía. Vendrán más trabajadores cualificados, pero también otros, como mi taxista, sin cualificación, pero con educación suficiente, sensibilidad cultural y sus grandes deseos de integración. Serán bienvenidos.
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