Por Rafael Puyol, Vicepresidente de IE Foundation
En una ocasión alguien me preguntó a qué me dedicaba. Cuando le dije que a la demografía, mi interlocutor me dijo que para qué servía. Le comenté que el oficio suponía saber cuántos éramos, cómo crecíamos o disminuíamos, si éramos jóvenes o viejos y algunas otras cuestiones. No debí ser muy convincente porque aquella persona me espetó: “Pues vaya oficio de las narices que tiene usted”, (siendo narices un eufemismo de un órgano menos decente). No voy a reivindicar a estas alturas mi disciplina, pero sí recordar su interés para conocer no sólo cuántos somos o seremos, si no cómo somos y qué rasgos tendremos. La demografía es una ciencia “telonera” de la economía o de la actividad de los políticos porque sin sus aportaciones no se puede planificar correctamente el futuro. Fíjense: No podremos definir las acciones convenientes para la sociedad en que vivirán nuestros hijos y nuestros nietos, si ignoramos que vamos a ser menos; que el número de nacimientos se reducirá y que los hijos se alumbrarán a edades cada vez más tardías; que dentro de seis años habrá más muertos que nacidos; que hacia mediados de siglo los hombres tendrán una esperanza de vida de 87 años y las mujeres de 91; que cuando se cumplan 65 años los varones vivirán todavía 24 y las féminas 27; o que en el 2050 un 37% de la población de España tendrá más de 64 años. ¡Qué sociedad tan diferente nos espera! Con menos niños y jóvenes, un número de adultos en retroceso, una población mayor cada vez más abundante y más envejecida, más inmigrantes de nuevo,…
Estamos tan preocupados por el tiempo actual que nos olvidamos de que ese futuro distinto está a la vuelta de la esquina con una característica que habrá que enfrentar con decisión y con tiempo.
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