Por Rafael Puyol, Vicepresidente de IE Foundation
Todo el mundo proclama la Educación como la vía más segura para salir de la crisis y el instrumento más eficaz para transformar nuestra economía, pero no cumplirá esa decisiva tarea si no se producen cambios sustantivos en su estructura y funcionamiento. Ante todo es preciso partir de grandes exigencias básicas: la apuesta decidida por la calidad, la creación de instrumentos para que exista una verdadera competencia y que el sistema funcione con eficiencia, sin que eso signifique renunciar a la equidad. Y no creo que en ninguno de esos requisitos fundamentales hayamos alcanzado los niveles exigibles. No es necesario recordar aquí la multiplicidad de informes e indicadores que para cualquier ciclo definen el deterioro de la Educación española. Mi intención no es poner el dedo sobre la llaga de uno de los grandes “males de la patria”, sino ofrecer algunas ideas para impulsar el sector.
Ante todo creo que no mejoraremos si los procedimientos de formación y selección del profesorado no se modifican, y si la permanencia en el puesto no se supedita al rendimiento alcanzado en su desempeño. En sentido contrario, a los docentes de cualquier nivel hay que dotarles de la autoridad y de los incentivos académicos y económicos suficientes para un eficaz ejercicio de su función. De la misma forma, los centros docentes de cualquier nivel tienen que ser dirigidos por auténticos especialistas, independientes y capaces y no sujetos a las demandas permanentes de sus electores. Ojalá que los aires que soplan para profesionalizar la gestión no se diluyan en la poderosa contracorriente del fuerte corporativismo reinante. Pero no todo puede dejarse en manos de los profesores o sus dirigentes. Es preciso involucrar mucho más a las familias en la educación, sobre todo preuniversitaria, de sus hijos, y, lógicamente darles las posibilidades para que esa mayor presencia pueda ser efectiva. Los padres intervienen más en la marcha de los Centros si han tenido antes la oportunidad de elegirlos.
Es preciso procurar también que los estudiantes obtengan competencias sólidas en materias básicas. En la formación escolar de un alumno de Primaria o Secundaria todo está inventado. Debe saber matemáticas, lengua, geografía y la historia del país donde vive, alguna asignatura que le enseñe a pensar y ahora, por supuesto, lenguas extranjeras y el uso de las nuevas tecnologías. Resulta necesario revisar las materias que producen disenso y evitar a toda costa la fragmentación absurda de los conocimientos que la regionalización del sistema provoca. Y hay que respetar en la enseñanza la lengua de todos y favorecer principios perdidos o diluidos que, sin embargo, son imprescindibles: la cultura del esfuerzo, del respeto o de la responsabilidad.
Es imprescindible romper viejas dicotomías que lastran el sistema. La oposición entre lo público y lo privado, tanto en la Secundaria como en la Universidad, o la vieja oposición entre enseñanza universitaria o profesional, considerada esta última como el beaterio donde se recogen los más incapaces. Nada de eso. El país necesita igualmente profesionales cualificados de grado medio y superior y graduados universitarios. Lo que hay que hacer es introducir puentes que faciliten a los estudiantes de uno y otro sector intercambios y contactos fructíferos. Algunas voces empiezan a decir que en este país sobran universitarios. Yo creo que lo que sobran son instituciones tan clónicas y con un nivel tan bajo de especialización, lo cual debería hacernos pensar seriamente en la necesidad de fusionar universidades o, al menos, de establecer entre ellas colaboraciones estrechas para compartir docencia e investigación .Sin duda alguna, estas alianzas supondrían a la vez una mejora de los rendimientos y un ahorro importante de recursos necesarios para aliviar la asfixia financiera en la que viven muchas de nuestras “alma mater”, desprovistas de alumnos para cursar determinadas titulaciones, que responden más a una herencia del pasado que a una auténtica necesidad. Y, por supuesto, esta colaboración debe traspasar los estrechos horizontes de las comunidades autónomas. Quizás ello podría contribuir a dar algo más de cohesión a un sistema fragmentado en 17 subsistemas que a veces se dan la espalda.
Todos los ámbitos, muy especialmente los de la formación profesional superior y la Universidad, deben abrirse más. La internacionalización de nuestras instituciones sigue siendo una asignatura pendiente. Tenemos que atraer más y buenos estudiantes extranjeros, para lo cual la selectividad es una tortura innecesaria que habría que suprimir. Y debemos fomentar más la movilidad de nuestros propios estudiantes y profesores. El sedentarismo se ha instalado entre nosotros y nos ata a un mundo pacato de horizontes cercanos. Y esa apertura al exterior debería completarse con unas relaciones más estrechas y fluidas con la sociedad y con las empresas. Afortunadamente los centros ya no son las torres de marfil de un pasado no tan lejano, pero, afectados por esa absurda acusación de mercantilismo a Bolonia, tampoco han alcanzado la necesaria velocidad de crucero. Es una situación que es preciso corregir aprisa. Las empresas nos tienen que decir qué profesionales necesitan, pero deben ofrecer también ayuda para formarlos y para hacer avanzar la investigación en la dirección que el país precisa.
Por supuesto que el sistema necesita más dinero público, aunque me temo que nunca será suficiente, en especial en estos momentos de crisis. También precisa más financiación privada de las fundaciones, de los mecenas particulares y de las empresas, lo cual exige una fiscalidad más generosa. Creo, además, que el sistema español de precios públicos no es equitativo y que demanda reformas que, por descontado, deben contemplar la existencia de un sistema de becas redefinido que no deje a nadie realmente cualificado fuera del sistema. Y que haya más dinero redefinido que no deje a nadie realmente cualificado fuera del sistema. Y que hay más dinero exige gastarlo con responsabilidad y rendición de cuentas para evitar el lamentable espectáculo que algunas universidades de referencia ofrecen.
Y es preciso recordar una vez más que la educación no se agota cuando un estudiante alcanza su título de grado, de máster o doctorado. Para muchos se termina antes con pocos años de escolarización, escasos conocimientos y ningún título acreditativo. La lucha contra el abandono escolar temprano es tarea irrenunciable y prioritaria. Como lo es obtener mejores resultados educativos para un número más elevado de personas. Pero a esos objetivos debemos añadir la formación a lo largo de toda la vida, necesaria para actualizar conocimientos y para adquirir los que una sociedad cambiante va a demandar en cada momento.
Y no avanzaremos realmente, sobre todo en los niveles más altos, sin unas reglas del juego más flexibles. Hay que simplificar la forma de decisiones hoy sometida, externa e internamente, a un exceso de burocracia insoportable. La educación española está demasiado regulada. La libertad de definir los currículos y seleccionar a los alumnos y profesores prácticamente no existe. Todos actúan con las mismas normas y la misma rigidez. Al final todo es muy parecido y apenas hay competencia. O flexibilizamos el sistema o no saldremos del marasmo de mediocridad en que nos movemos.
En definitiva necesitamos un sistema educativo con mayores dosis de libertad, calidad, eficacia, eficiencia, flexibilidad, competencia, cohesión y modernización. Y que apueste de forma más decisiva por la innovación, la cultura emprendedora y la internacionalización. No es una tarea fácil, pero nunca las cosas de la Educación fueron sencillas en España.
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