Por Fernando Dameto-Zaforteza, Subdirector de Humanidades de IE
Este verano tuve la oportunidad de pasar varios días visitando las ruinas de Angkor, una maravilla, con mayúsculas, de la humanidad.
Mientras nos desplazábamos hacia Camboya y leíamos sobre el majestuoso conjunto de templos, mantuve con mis dos compañeros de viaje una curiosa conversación, de la cual dedujimos que no teníamos ni la más remota idea de cómo debió ser la civilización jemer. Mientras gracias al cine y otras formas de difusión todos somos capaces de imaginarnos a los mongoles o los aztecas, por nombrar dos imperios coetáneos, éramos incapaces de hacernos una idea de la vida cotidiana o del semblante de los jemeres.
Logramos despejar nuestras dudas y formarnos una imagen de esta civilización gracias a los maravillosos bajorrelieves que decoran las edificaciones más afamadas, Angkor Wat y Angkor Thom. Los cuales, por cierto, generalmente narraban temas comunes a cualquier otra sociedad de la época, las hazañas bélicas del monarca y la historia sagrada.
Los dos conjuntos famosos estaban bastante concurridos. Pero cuando uno cogía la bici y se perdía por los otros monumentos, uno se podía, incluso, encontrar solo frente a un templo semiderruido en el interior de una frondosa selva, para entonces recuperar el viejo sueño infantil de convertirse por un día en Indiana Jones. Además de ser una maravillosa forma de desplazarse por Angkor, la bicicleta también permite afrontar situaciones inverosímiles, como que se acerque un espabilado pidiendo una propina por ayudar a aparcarla.
Espero volver algún día, pero confío en que no sea un parque temático, sobre explotado y perfectamente reconstruido.
Comments