Por Rafael Puyol, Profesor de IE School of Arts & Humanities
Parece que la muerte nos vuelve a dar un respiro. Así lo reflejan los últimos datos sobre las causas del tránsito al otro mundo (2009) recién publicados por el INE. El descenso es pequeño y episódico porque al envejecer aumentarán los óbitos y a medio plazo crecerán de una forma generosa. Pero, por el momento, que nos quiten lo bailao, pues bastantes miserias nos asolan.
Se mueren algunos menos, pero se mueren por las mismas causas que en los últimos tiempos. Cuando nos dicen que alguien ha dado un portazo a la vida inmediatamente sospechamos que se fue de este mundo por causa de un tumor o una dolencia del aparato circulatorio. Y acertamos, pues esas dos razones resumen la parte fundamental del negocio de Caronte.
Pero déjenme hacer una reflexión acerca de otras formas de pasar a la eternidad. En los últimos lustros le hemos estado dando una gran importancia a ciertas causas de fallecimiento: a los accidentes de circulación cuya esquela colectiva salta a la tele todos los fines de semana y al SIDA, quizás por las especiales peculiaridades de quienes fallecen, especialmente porque no está bien visto que los jóvenes se despidan tan pronto. Pero gracias a una política preventiva que a veces nos amenaza con las penas del infierno, hemos reducido mucho esta manera de decir adiós. Desgraciadamente toda buena noticia tiene su contrapunto. En este caso, el reverso de la moneda es el aumento del éxodo definitivo por nuestra mala cabeza. Porque cada año se mueren, sin saberlo, más enfermos de Alzheimer y más personas con demencias. Nunca hubo tantas personas con trastornos mentales y no me refiero a esa locura colectiva que parece haberse adueñado de este país, sino a los sufridores de esas dolencias del órgano pensante que solo parecen vivir para sí mismos. Luchamos para devolverles a este mundo antes de que salgan definitivamente de él, pero no parece que el camino vaya a ser corto.
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