Por Rafael Puyol, Profesor de IE School of Arts & Humanities
Asistimos a un debate político enconado que probablemente no caducará hasta las próximas elecciones generales. Unos se aferran absurdamente al poder y otros quieren adelantarlo a toda costa, amparados en los resultados electorales previos. Unos se tienen que comer el pepino y otros tratan de darle al contrario por donde amarga la cucurbitácea a propósito de las cuentas autonómicas. Y mientras tanto el que sufre es el paciente ciudadano que entre tantos fuegos cruzados está a verlas venir, la casa sin barrer. Y pienso que ese papel de “pim, pam, pum” debería tener algunas compensaciones. No creen que asistir a un debate completo entre Rajoy y Zapatero debería reducir dos puntos el pago del IRPF. O que escuchar las perlas de Gonzalez Pons tendría que restituir tres puntos perdidos del carnet de conducir. Y la Iglesia podría considerar que los que escuchan a Llamazares, siempre crítico, siempre lúgubre, no pueden optar a la indulgencia plenaria.
Un intercambio de improperios entre Alfredo y Soraya podría reducir un 20% el pago de la tasa de residuos urbanos sólidos y aguantar un enfrentamiento sobre la Gürtel o los ERES habría de eximir del pago de la renta a perpetuidad. Y no pretendo frivolizar sobre asuntos tan serios, pero es que estamos hasta el moño.
En mis años mozos, cuando estudiaba bachillerato con los jesuitas en Gijón, compaginaba mi condición de alumno con el oficio de organista en los actos litúrgicos. No siempre era fácil ese pluriempleo no remunerado por lo que solía escaquearme del oficio de Maese Pérez. Conocedor de mis flaquezas el cura con el que me confesaba, me solía imponer siempre la misma penitencia: “Tres avemarías y a tocar”. Estoy seguro de que si ahora viviera me ordenaría: “Tres avemarías y a ver un telediario”. Tendría el valor ascético del sacrificio y al mismo tiempo el merecimiento ejemplar de mostrar lo que no hay que hacer si queremos que este país salga adelante.
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