El poeta y músico canadiense, de 76 años, es una de las piedras angulares de la canción popular del siglo XX
La música popular vuelve a estar de enhorabuena. Si hace cuatro años era Bob Dylan, ahora lo ha sido Leonard Cohen, al que le ha sido concedido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011. Dylan obtuvo el de las Artes en 2007, y el matiz puede tener más sentido del que cabría imaginar. Porque si el artista norteamericano ha creado una obra literario-musical cuya influencia no deja de notarse generación tras generación, quizá en el canadiense Cohen este hecho no sea tan fácil de percibir. Porque Cohen (Dylan también, claro) es un género en sí mismo y de hecho fue escritor antes que músico.
Pero tampoco ha sido nunca un cantautor pesado de los de guitarra en bandolera. Quizá sí al principio de su carrera, pero también era lo que se llevaba. Sin embargo, a pesar del laconismo de su voz (parece que canta con una depre permanente), Leonard Cohen ha tenido un sexto sentido, un olfato y una inteligencia preclaros para incorporar diversos elementos musicales a su cancionero. Se atrevió a ser producido por Phil Spector (una relación contra natura, a priori) y luego ha sabido incorporar la tecnología en las dosis justas y necesarias, o sutiles arreglos de cuerda, o un puñado de influencias que van desde el folk norteamericano y canadiense, hasta la canción francesa, o algunos aires delicadamente europeos como en esa dulce melodía «Dance me to the end of love», que tanto parece una canción de un cabaret en entreguerras como una pieza trufada de aromas mediterráneos.
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