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Mar

Por Rafael Puyol, Professor of IE School of Arts & Humanities

Vivimos una etapa de intensa globalización en la que todo se interpreta en clave internacional. La formación, particularmente la terciaria, no escapa a esta consideración, pero ¿Qué significa internacionalizar la Educación Superior? El término se refiere a una serie de procesos que permiten a las Universidades superar los estrechos límites de las regiones o países donde se instalan e incorporarse a un mundo global de relaciones e intercambios. En particular, eso incluye favorecer la movilidad de todos los recursos humanos del sistema educativo principalmente de alumnos y profesores; compartir la formación de personas de diferentes estados; crear redes de investigación conjuntas; propiciar titulaciones comparables con estructuras de estudios semejantes; facilitar el reconocimiento de títulos entre países; o admitir los sistemas de acceso a la Universidad de unos países en otros.

En este sentido el Espacio Europeo de Educación Superior establecido en la famosa Declaración de Bolonia en 1999 es un claro ejemplo de internacionalización de la Educación Superior porque nace precisamente para promover la convergencia entre los sistemas universitarios nacionales a fin de que las titulaciones tengan un reconocimiento académico y sirvan para desempeñar la actividad profesional en cualquiera de los países que han firmado el acuerdo (actualmente 46).

Uno de los aspectos básicos de la internacionalización es la movilidad de los estudiantes, aunque a veces las que se mueven son las propias universidades, creando campus en otros países o rompiendo las barreras geográficas a través de la enseñanza “on line”.

Los trasvases de alumnos pueden interpretarse de diferentes maneras: en términos monetarios si se consideran los beneficios que suministran las tasas y los costes de vivir en el país receptor. En clave de prestigio académico si se tiene en cuenta el beneficio  que supone para los rankings el recibir estudiantes de fuera. En el caso de la Unión Europea tienen también el objetivo de favorecer la redistribución de la fuerza laboral en el interior de un Mercado (de trabajo) Común. Pero cada vez más, la movilidad de estudiantes es considerada como un elemento de una estrategia más amplia para reclutar personas a las que primero se cualifican y después se ocupa en el país de formación. En definitiva, los trasvases son concebidos como un capítulo decisivo en la competencia internacional por el talento. Son una especie de “brain drain” inicial ya que se trata de personas en formación que, sin embargo, pueden provocar las mismas consecuencias que el éxodo de profesionales ya formados.

Por el momento no nos situamos en cifras demasiado altas. La OCDE y la Unesco dan para el 2008 un volumen de 3,3 millones de desplazamientos por razones de estudio. Lo importante es saber que en los últimos años (2000-2008) esta movilidad aumentó en un 85%. Cuatro países anglosajones se sitúan en el “top ten” de los destinos principales: EEUU; El Reino Unido, Australia y Canadá. En cambio, las tres primeras plazas de emisores corresponden a China, la India y Corea. Como era de esperar el mundo en desarrollo suministra los estudiantes y el primer mundo los forma y luego se queda con una buena parte de ellos.

Los factores principales de esta movilidad son lingüísticos, económicos y laborales. La lengua, particularmente el inglés, considerado como el más global de los idiomas, es un elemento básico, lo cual explica el domino de los países anglosajones en la acogida. Las tasas académicas no son un agente determinante si el nivel educativo es bueno, pero sí juegan un papel notable en condiciones de calidad semejantes. Este hecho explica el menor crecimiento reciente del número de alumnos extranjeros del Reino Unido y de EEUU respecto de otros “English-speakings destinations”. Y por supuesto, que en la atracción intervienen otros factores como el prestigio académico de las instituciones; la política de inmigración de los estados receptores; la flexibilidad de los programas; las dificultades para cursar una carrera en origen o la mala calidad de las universidades del país emisor; las posibilidades para desarrollar una actividad “part-time” en o fuera del campus durante los estudios y las facilidades para quedarse y trabajar en el destino. Sin olvidar los lazos culturales, económicos o comerciales entre los estados de procedencia y destino de los estudiantes.

Ciertamente en el mundo actual los movimientos de personas no han alcanzado la intensidad que tuvieron en otra época del pasado. Se calcula que hay unos 200 millones de migrantes internacionales que representan el 3% de la población del planeta; y que de ellos el movimiento de estudiantes supone sólo el 1,5% del volumen total de migrantes. Pero lo importante es saber que esta movilidad “cualificada” seguirá creciendo y tendrá significativas consecuencias económicas para los países afectados por el éxodo o la recepción. Los próximos lustros van a ser decisivos en el devenir de estos trasvases en los que España podría jugar un papel relevante como receptor. Ya somos el décimo país por el número de estudiantes recibidos y el primero por la más corta movilidad de los Erasmus. Pero aún nos queda un largo camino para ser una verdadera referencia en la recepción internacional del talento.

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