Me decía un ministro del gobierno hace unos días que en estos tiempos azarosos las cosas no le iban del todo mal porque en sus actuaciones procuraba no insultar a nadie. Y es desolador, pero cierto que en estos momentos de zozobra, las formas parecen haberse impuesto a las ideas en el debate político. Es como si el pensamiento sólido hubiera cedido terreno ante ese espécimen menor del mismo género que son las ocurrencias, generalmente poco útiles porque casi nunca están fundamentadas. Y ya es un tópico decirlo, pero es igualmente incuestionable la falta de consenso para llevar a la práctica acciones con alto nivel de aquiescencia social, pero políticamente incompatibles. La sociedad española está pidiendo a gritos nuevas derivas sobre el sistema educativo o el estado de las autonomías y con ellas la formulación de auténticas políticas de Estado, pero sus gritos se pierden en el desierto de la incomprensión mutua de los partidos.
Y en este contexto, los debates parlamentarios se convierten muchas veces en juegos de artificio con pocas luces. Parece como si el éxito de una intervención dependiera del nivel de agresividad desplegado por el vocero de turno. Las intervenciones vehementes son coreadas por las bancadas afines con tanto más ardor cuanto mayor es la descalificación del contrario.
Y esa entronización de las formas sobre el fondo, sería excusable si las maneras de conducirse fueran, no ya correctas, sino entretenidas y hasta brillantes. Pero desgraciadamente la mayor parte de las veces no sucede así y los discursos, a veces leídos, son planos, aburridos, sin ingenio y sentido del humor. Por eso cuando se producen enfrentamientos dialécticos como el de Soraya Saenz de Santamaría y Rubalcaba el otro día hay una sensación distinta. Independientemente de las ideas que cada cual defienda, el debate tuvo más altura y mejores formas.
Que cunda el ejemplo. Quizás así la gente volvería a escuchar a los políticos.
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