Andamos preocupados de nuevo con la inmigración. La discutida decisión de Sarkozy de devolver a casa a miles de gitanos rumanos ha resucitado el fantasma del rechazo a determinados extranjeros que, con la aguda crisis que sufrimos, son acusados, no siempre con razón, de competir con los trabajadores autóctonos por unos puestos de trabajo escasos.
Todas las crisis económicas tienen consecuencias importantes sobre los flujos migratorios. La primera es su desaceleración ya que al reducirse las ofertas de empleo, los propios emigrantes se regulan o se enfrentan a disposiciones restrictivas que limitan su atracción. Fue lo que ocurrió durante las dos grandes crisis de la segunda mitad del siglo pasado: la de 1973 que nos afectó decisivamente, al ser entonces un país de emigrantes, y la crisis asiática de 1990 que tuvo para nosotros una menor influencia. El segundo efecto es precisamente la intensificación de ese sentimiento de xenofobia vinculado ahora a condicionamientos prioritarios de tipo laboral.
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