Una persona se presentó en el Registro Civil para cambiar sus datos personales. ¿Cómo se llama?, le dijo el encargado. Salustiano Mierda García, le dijo el peticionario. El funcionario le sonrió comprensivo y le preguntó ¿y cómo quiere llamarse? “Sinforoso, como mi padre”. Y es que el uso del apellido paterno en primer lugar tiene larga tradición.
Ahora el Proyecto de Ley del Registro Civil introduce la posibilidad de que sean los cónyuges los que (inicialmente) decidan el orden de los apellidos del recién nacido. La propuesta es poco justificada por la motivación alegada, confusa por su alcance temporal limitado y extravagante por las soluciones que ofrece en caso de conflicto entre los progenitores.
La Ley pretende incorporar el principio de igualdad al simbolismo que representa socialmente el orden de los apellidos. No discuto el propósito de avanzar en la igualdad entre los sexos, pero buscarlo a través de esta vía tiene el mismo alcance que favorecerlo mediante la multiplicación de peluquerías unisex o el uso (incorrecto) del femenino en palabras que no tienen este género. La deseable igualdad entre hombres y mujeres debe promoverse a través de los asuntos importantes (educación, trabajo, remuneraciones,…) y no marear con procedimientos menores de escasísimo alcance igualitario. Además, la posible decisión de los hijos de cambiar sus apellidos cuando lleguen a la mayoría de edad puede ser una fuente de confusión en un país tan burocratizado como el nuestro.
Y luego está la debatida cuestión del uso alfabético de los apellidos en el caso de desavenencias conyugales. No es ya que Aznar le gane a Zapatero, ni que acaben prevaleciendo los apellidos iniciados por letras de la primera parte del abecedario, es que el orden alfabético no parece un criterio riguroso para definir la filiación. Es como tirar una moneda al aire para resolver el empate de una eliminatoria de copa.
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