La salvación de Zapatero cuando estaba a punto de sonar la campana y a caer por el precipicio presupuestario, ha supuesto la aceptación de cambios en las denominaciones geográficas de algunas comunidades españolas. Es lo que ha sucedido en el País Vasco con los nombres en Euskera (Araba, Gipuzkoa, Bizkaia) de las tres provincias y en Canarias con la pretensión de considerar a las aguas entre las islas como propias y no internacionales y llamarlas “ Aguas de Canarias “
Las iniciativas parlamentarias para modificar los nombres, que sin duda saldrán adelante por el peso de los votos, son el fruto de intereses políticos sin justificación histórica, lingüística o simplemente del sentido común. Con estas aceptaciones que cuentan con algunos precedentes (Girona, Lleida, Illes Balears) nos adentramos por una senda peligrosa en la que los políticos, y no los científicos, parecen tener patente de corso para alterar las reglas de la ortografía o las denominaciones seculares.
La tentación de los cambios está servida. Ya verán cómo se multiplicarán las propuestas para poner nombres menores o incluso propios a un accidente geográfico mayor. Si se abre la veda yo ya planteo llamar “Mar de Gijón” a esa franja del Cantábrico enfrente de mi ciudad. ¡Qué despropósito! En la época de la globalización y de la difusión de lenguas internacionales (y el español es una de ellas) la reivindicación de nombres locales no deja de ser una paletada.
Esta España de las Autonomías, aparte de otros problemas más importantes como el elevado coste de su funcionamiento, está haciéndonos demasiado provincianos y limitando nuestra capacidad de transcender más allá de los estrechos límites de cada Comunidad. Por no hablar de la contingencia de las alteraciones, puesto que ya se oyen voces de volver a cambiar la toponimia cuando la oposición alcance el poder. Al final, volveremos locos a nuestros escolares.
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