Hay muchas personas interesadas por las predicciones sobre su futuro. Basta zapear por cadenas secundarias para ver como adivinas, entradas en años y carnes, pronostican a través de las cartas u otros adminículos, venturas o sinsabores con toda impunidad. Y sin embargo, que pocos hay dispuestos a conocer y considerar las previsiones científicas sobre nuestro devenir.
La clase política, obligada por los constreñimientos del presente, considera el porvenir como Ciro Bayo concebía el mundo: ancho, lejano y ajeno. Por eso, cuando salen a la luz las proyecciones demográficas que periódicamente hace el INE, a los demógrafos se nos hincha el corazón porque vienen a recordar sistemáticamente los males de la patria en materia de población.
La última que acaba de aparecer resulta especialmente oportuna en plena discusión sobre la edad de retiro y el futuro de las pensiones. Sus datos no pueden ser más esclarecedores. En el horizonte del 2020 seremos algunos más, pero no muchos (tan solo 1,2 millones más y en total 47 millones). Bajará el número de nacimientos y aumentará las defunciones, aunque vivamos más años. Vendrán emigrantes, pero menos que en el pasado. Crecerán algo los jóvenes por la natalidad recuperada de la última década y aumentarán bastante los viejos, los más viejos y su proporción sobre el conjunto de la población. Y todo ello producirá un crecimiento de la tasa de dependencia, es decir, del número de jóvenes y sobre todo de mayores que necesitarán el soporte de una población activa en recesión. Con estos pronósticos la discusión sobre si hay o no que aumentar la edad de jubilación es una pérdida de tiempo. Habrá que hacerlo inexorablemente y puede que los 67 años sea una propuesta demasiado pacata. Ya se oyen voces proponiendo subirla, pero, una vez más, esas voces serán tachadas de alarmistas.
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