Por Manuel Lucena Giraldo (Profesor Asociado de Humanidades del IE)
En el mundo post 11-S, la revisión de la teoría de las ruinas y la reflexión sobre el lugar que ocupan en la cultura global suponen un ejercicio de dificultad, pues la pérdida de sentido del pasado descualifica su existencia. La teoría del espectáculo se ha apoderado de todo, de manera que en el solar del genocidio de tantas vidas algunas propuestas auspiciaron nada menos que la conversión del lugar en parque temático, al modo de un laboratorio vocinglero de la ira colectiva. Otros, como el ex presidente y escritor checo Václav Havel, propugnaron el respeto debido a un lugar de holocausto. Al fin, parece haber triunfado la sensibilidad inmobiliaria, el jardín minimalista del recuerdo en un margen, las torres en número par elevadas al cielo alrededor como un desafío, el lenguaje de la corrección política envolviendo en celofán el drama no resuelto. Habrá multitudes que integren en su recorrido por Manhattan, lo hacen ya, la visita a la zona cero. A diferencia del pasado, como evidencian los trabajos que aquí presentamos, la ruina no es ya materia que asiente una reflexión moral tendente a la mejora del carácter, o facilite una meditación activa sobre el presente y el futuro de las civilizaciones. Tampoco evoca un placer sentimental y estético o suscita una magia creadora. Apuntalada por Rilke como «lo terrible que no podemos soportar», la ruina supone, según la magnífica profecía de Alfred Jarry en su Ubú, encadenado, editado en París en 1900, algo que debe ser demolido para levantar encima edificios. Pues como señala en una justificación a todas luces innecesaria, «no lo habremos demolido todo, a menos que hayamos demolido también las ruinas».
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