Por Manuel Lucena Giraldo (Profesor asociado de Humanidades del IE)
Al sur de la bahía de Boston se encuentra un edificio extraño, un cubo de cristal oscuro que domina el puerto y ofrece desde dentro una vista prodigiosa al visitante, gris en invierno y azul en verano. Allí se hallan el museo y la biblioteca dedicados a John Fitzgerald Kennedy, lo que es tanto como decir que custodia el «sueño americano». También el archivo de Ernest Hemingway, con más de mil manuscritos, diez mil fotografías, correspondencia con Faulkner, Marlene Dietrich o Antonio Ordóñez, libretas, pinturas, trofeos de caza y diversos objetos personales. Contra lo que podría esperarse en dos figuras de semejante relieve, JFK y (para los amigos) jamás se conocieron, aunque tuvieron cierto contacto epistolar. No resulta difícil imaginar la fascinación que el futuro presidente, ávido lector y ganador del Pulitzer en 1957 por su libro Perfiles valerosos, dedicado a senadores estadounidenses, debió de sentir por los héroes del escritor, tan activos como valientes y modestos. Un arquetipo al que su propia generación, combatiente en la Segunda Guerra Mundial, se adscribiría con entusiasmo. De hecho, estuvo entre los invitados a la inauguración presidencial de enero de 1961, pero se encontraba entonces internado en la clínica Mayo, sometido a una terapia antidepresiva (y antialcohólica) brutal, con electrochoques y una fuerte medicación. En el cable de agradecimiento y disculpa enviado en su nombre, mencionó la felicidad y el orgullo que le invadían por el comienzo de un tiempo de esperanza. Le quedaban menos de seis meses de vida hasta el disparo fatal del 2 de julio siguiente en Ketchum, Idaho. Y al presidente Kennedy, que gobernaría durante mil días el reino de Camelot, hasta el magnicidio de Dallas del 22 de noviembre de 1963, menos de tres años.
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