En muchos informes internacionales nuestros jóvenes no salen bien parados. Se critica su preparación, si gregarismo, el tiempo excesivo que dedican al ocio y el clima de permisividad en el que viven. Y cualquiera de esos juicios responde a una realidad que, aunque matizable, es cierta y descorazonadora.
Todo el calendario vital de los jóvenes se ha ido retrasando. Estudian más años, salen del hogar familiar más tarde, forman pareja con retraso y tienen hijos tardíos. Es como si, sabedores de que van a vivir más años, retrasasen su salida de la juventud, y la asunción de responsabilidades, que juzgan propios de otro estado.
Pero seamos justos y admitamos que la situación laboral lastra sus expectativas. Los datos de la incorporación de los jóvenes al mercado (2009) son elocuentes. Tres llaman especialmente mi atención. El primero es el reducido número que trabaja (parcial o temporalmente) durante sus estudios. Aquí, a diferencia de otros países, se estudia o se trabaja, pero sólo pocos compaginan los dos esfuerzos; quizás porque las oportunidades son escasas. Debe ser así porque (segundo dato) la mitad de los jóvenes (16-34 años) tardan más de un año en encontrar un empleo tras acabar sus estudios. El tercer dato, no nuevo pero sí preocupante, es el reducidísimo volumen de jóvenes (2%) que deciden crear su propio negocio. El emprendedurismo no es habitual en estos pagos, donde los pocholos, como sus mayores, prefieren la tranquilidad del trabajo por cuenta ajena o el funcionariado, al riesgo del arrojo creativo.
Estos hechos producen un cierto distanciamiento forzoso de los adolescentes con la actividad laboral. Un mal caldo de cultivo para luchar contra ciertas “evasiones” que se relacionan con su inactividad obligada. Esperemos mejores tiempos, pero mientras arbitremos los medios para fomentar el trabajo de la juventud. Quizás así modifiquemos otros hábitos.
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