La Ley de Dependencia no acaba de amanecer. A los problemas iniciales de gestión se suman ahora los provocados por las insuficiencias económicas, causadas por la crisis. El (mal) funcionamiento de las políticas en juego han roto expectativas y provocado frustración en muchas familias con discapacitados y dependientes que ven desatendidas sus demandas. Y como antes, y más que antes porque a medida que crece el envejecimiento lo hace también el número de personas con discapacidad (3,84 millones ahora), son los cuidadores familiares quienes deben asumir las mayores demandas de la atención.
La última encuesta de Discapacidades ofrece datos reveladores para confeccionar el retrato robot de estas personas: Mujeres (tres de cada cuatro cuidadores) de entre 45 a 64 años que residen en el mismo hogar que la persona a la que presta cuidados (79%) y son sobretodo españolas, porque aunque han ganado presencia e importancia, sólo el 7% de los cuidadores principales son extranjeros.
En otra ocasión hablé de la mujer sándwich, a caballo entre dos generaciones a las que debe prestar sus atenciones: sus hijos que no se han ido todavía de casa y sus padres, o los de sus maridos, que reclaman ayuda. Algunas trabajan fuera del hogar; otras no pueden hacerlo porque el cuidado de los dependientes a su cargo consume buena parte de su tiempo. Son mujeres de gran fortaleza moral que se agotan en tareas interminables de atención a los discapacitados físicos o mentales que cuando trabajan deben resolver su grave problema de conciliación sin apenas tiempo para el ocio.
Ya sé que estos no son buenos tiempos para casi nada, pero este asunto de las cuidadoras domésticas hay que resolverlo cuanto antes: o buscando alternativas suficientes fuera del hogar familiar o remunerando con suficiencia y prontitud un trabajo que excede el de los calendarios laborales más rigurosos.
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