En mi etapa de Vicerrector de la Complutense, asistí a una reunión con el entonces Vicepresidente de Gobierno Alfonso Guerra. En ella se planteó el clamor que existía entre la comunidad universitaria para elevar la edad de jubilación obligatoria de los docentes de 65 a 70 años. Eran otros tiempos, porque ahora algunas universidades españolas han definido planes de jubilación anticipada de sus profesores. Y lo mismo sucede en otros niveles de enseñanza. Los principales sindicatos se mueven para mantener la jubilación de los docentes a los 60 años que contemplaba la LOGSE y que se mantuvo en la Ley educativa de 2006 (LOE), pero tiene fecha de caducidad en 2011.
Algo pasa en nuestro sistema educativo para que las piezas básicas de su engranaje – los profesores – se quieran ir antes de tiempo.
Todos sabemos que los profesionales de la enseñanza de cualquier nivel no están ahí por razones económicas. Su profesión es altamente vocacional y capaz de ofrecer beneficios o compensaciones que van mucho más allá de lo material. Pero parece que eso es lo que empieza a fallar y a explicar su abandono prematuro de las aulas.
El problema adquiere tintes sombríos en la Secundaria donde los docentes no se sienten respetado por alumnos y padres, no tienen los instrumentos de autoridad para ejercer su función y carecen del apoyo y los alicientes necesarios para mantenerse en el puesto. Con frecuencia manifiestan estar desgastados y hasta "quemados" y contemplan su salida como una liberación.
Hay que entender su situación, pero sobre todo hay que ponerle remedio. Pero no sé si la mejor opción es favorecer su salida prematura de sistema. Perderemos así un capital inestimable. Ahora que estamos en el Pacto Educativo habría que definir una política de conservación decidida y generosa para que los centros educativos no se vean privados prematuramente de sus mejores recursos.
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