Este fin de semana, lucía un tiempo primaveral en Barcelona, con chaparrones, pero luminoso. Las calles adyacentes a las Ramblas bullían de animación. El Raval estaba fresco y como recién pintado, cuajado de tiendas de vinilos y fripperies; el Macba lleno de skaters , la Barceloneta de ciclistas.
El sábado, estuvimos viendo Tristan und Isolde en el Liceo. Un placer de estas características no sucede a menudo. Los wagnerianos lo sabemos. Ir a la caza de óperas de Wagner es un deporte de riesgo, caro y lleno de emociones encontradas. Los wagnerianos somos como drogadictos con mono. Recuerdo haber visto un amigo escritor, cuyo nombre omito, hace casi ocho años, en todas y cada una de las representaciones de Tristán en el Teatro Real. Estaba en primera fila, casi abalanzado sobre el foso, con ansiedad. En el intermedio hablamos con urgencia, casi con apuro, comprendiéndonos.
Era de prever: las cinco horas delante de la escenografía David Hockney –colorista, ingenua, pop- pasaron como por ensalmo. Me acordé de la ansiedad wagneriana de mi abuelo Eduardo, que viajó a Bayreuth en los años 30 y estrenó una de sus propias óperas wagnerianas en Madrid, mi abuelo que llevaba guantes para dar la mano, que sólo admitía que en su casa se escuchase a Bach o a Wagner. Digamos que el bel canto le parecía indigno de mención.
Pensé también en Luis Buñuel y en Salvador Dalí que rodaron, también en los años 20 del pasado siglo, de manera gamberra y visionaria, uno de los grandes cortos de la historia del cine: Un chien andalou. No es casualidad que una de las escenas centrales discurra al ritmo de los acordes de Tristán. ¿El tema del corto? La represión, el amour fou… en otras palabras, la tensión que ejerce el día sobre la noche. Ese es el gran tema de Tristán.
Djuna Barnes hacía conversar a dos de sus personajes de Nightwood así:
-¿Has pensado alguna vez en la noche?
-Sí. Pero pensar en algo que no conoces en absoluto no sirve para nada.
Pensé, en fin, en los surrealistas, en Breton. Es increíble confirmar que todos los grandes temas del surrealismo estaban ya en los románticos. Los amantes anhelan la noche frente al día porque es el día, con su artificial reparto de papeles, lo que les impide estar juntos. Pero la noche funciona también como metáfora de lo prohibido, de la pérdida de control, del triunfo de los instintos, de la irracionalidad frente a las convenciones.
Se convierte así toda la ópera en un canto a la Nacht, con lo que conlleva de violencia, de libertad, de desaparición de la identidad individual, de fusión con el gran cosmos, hasta la culminación estremecedora que representa a la Muerte de Tristán en la última escena.
"En la crecida ondulante, en el sonido resonante, en el universo suspirante, de la respiración del mundo, anegarse, abismarse, inconsciente, supremo deleite".
En este momento en que me obsesiona la búsqueda de circularidad en la novela, no puedo dejar de admirar el funcionamiento estructural de las óperas de Wagner, donde cada motivo se repite, se entrecruza, se retoma y se deja, se reelabora, se transforma, se eleva y se acalla, en una red de diálogos temáticos y melódicos infinitos. Los gnawas marroquíes consiguen un efecto similar moviendo circularmente los flecos de sus sombreros metálicos. Repetición y circularidad hipnótica.
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