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Nov

Nombres de una época

Written on November 1, 2009 by Arantza de Areilza in Arts & Cultures & Societies

FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR,
Director de la Fundación Dos Mayo, Nación y Libertad

Viernes,
23-10-09 Publicado en ABC

Charles_Joseph_Fürst_von_Ligne

Al morir el príncipe de Ligne
en 1814, en pleno Congreso de Viena, las señales que indicaban un vertiginoso
deterioro del mundo en que había nacido ya estaban encendidas, pero sólo a unos
pocos les fue dado advertirlas. Metternich, arquitecto de la Restauración, se
encontraba entre esos privilegiados. Y quizá por eso, junto a su pensamiento
más secreto – que la vieja Europa estaba al principio del fin- anotó en su
diario personal que el entierro en Viena del príncipe de Ligne, seguido por
emperadores, reyes, ministros y grandes nombres de la nobleza europea, era
igualmente el sepelio de un mundo ya insalvable.

 

Y en cierto
modo, Metternich no se equivocaba. Ligne, el más cumplido y noble aristócrata
que haya dado Europa en el siglo XVIII, era el encanto y la dulzura de vivir
del Antiguo Régimen; un espíritu señorial, descreído y anti-filosófico; un
soñador de quimeras inasibles no arrastrado por la corriente nerviosa de la
Revolución y la explosión nacionalista inducida por Napoleón; un militar y
diplomático para quien la nación contaba menos que la Casa Real, la cortesanía
o el ejercicio de unos valores amenazados por las múltiples huellas de las
victorias napoleónicas

Una vez más, confesó
Metternich aquel año de 1814, «noté como una sombra que desaparecía». Un
sentimiento que en 1902, un año después de los funerales de la Reina Victoria,
también vivieron muchos ingleses ante el féretro del escéptico, melancólico y
conservador lord Salisbury, primer ministro del último gobierno británico que
poseyó todos los atributos de la aristocracia gobernante. Lo que entonces se
extinguía, como más tarde comprobaría Winston Churchill, era todo una época: el
mundo rígido y elitista de la Reina Victoria, que Salisbury simbolizaba mejor
que nadie, el tiempo del imperialismo triunfante y de las aterradoras
desigualdades, que daría paso a una Inglaterra democratizada de libertades
incontenibles.

Decía Azorín que todas las
cosas tienen durante el día un breve instante en que irradian su verdadero
espíritu, y que es inútil visitarlas y contemplarlas a otra hora distinta. En
esos momentos precisos, todos lo detalles, la luz, el color, el aire, los
ruidos, las líneas, forman una síntesis perfecta, algo como una armonía, que
adquiere su máximo en un punto y que poco a poco va disipándose, fundiéndose en
el ambiente vulgar del resto del tiempo. Así los jardines, los museos, los
viejos palacios, las iglesias, las calles… Así también el siglo XVIII en el
entierro del príncipe de Ligne o la era victoriana en la muerte lord Salisbury.
Porque hay personajes de la historia que son como esos instantes, capaces de
resumir una época, de simbolizar un período, de arrastrar consigo una era.

Dante, por ejemplo, ¿no se
eleva como la catedral gótica por encima del mundo medieval, no resume con su
figura una época en que la Iglesia era, a un tiempo, la fuerza y la ciencia, no
representa el gran sueño del reino de Dios temporal y espiritual, que ni los
emperadores ni los papas pudieron consumar en el mundo y él culmina en el gran
monumento literario de La Divina Comedia?

Lo mismo, pero con respecto a
la epopeya de las Indias, puede decirse del soldado y cronista Bernal Díaz del
Castillo, que participó en la gran conquista de México y que, al final de su
vida, a sus ochenta y cuatro años, quiso despedirse del mundo con las fabulosas
imágenes de una juventud aventurera: los días de gloria y abyección en que
menos de seiscientos esforzados españoles sometieron un imperio nueve veces
mayor que España, la caída de la gran capital azteca en medio del rumor de los
atabales y el fuego de los cañones castellanos, el agua quemada de la laguna
sobre la cual se asentó Tenochtitlan.

Hay personajes de la historia
que aceptan su condición de creadores y abarcan en sus obras el mundo que ellos
conocieron. Piensen en Cervantes, en Balzac, en Dickens, en Galdós. Hay otros
que son la memoria misma de la época que vivieron, que encarnan los rasgos
precisos y distintivos de un período concreto de la historia. Ahí está Scott
Fitzgerald, quien es a los años veinte del siglo pasado lo que Ligne al Antiguo
Régimen, el símbolo de una edad dorada de fiestas y jazz, el emblema de
aquellos tiempos de opulencia y prosperidad que sepultaría la Gran Depresión
del 29. Ahí está el escurridizo y legendario John Dillinger, que a ráfagas de
ametralladora y a persecuciones, personifica una etapa desesperada y feroz de
los Estados Unidos, cuando los caminos se llenaban de gente pobre y huidiza,
decenas de miles de brazos se ofrecían por los pueblos para labores de sol a
sol, a cambio de comida y un pedazo de cielo como techo, y la vida era
literalmente una pesadilla.

En el tiempo de las
vanguardias, después de ver la luna de Nueva York en su viaje de novios y
preguntarse en su diario, «¿Es la luna o el anuncio de la luna?», Juan Ramón
Jiménez le pidió a la inteligencia que dijera el nombre exacto de las cosas. En
los años que precedieron a la Segunda Guerra Mundial y durante la misma, el
nombre exacto de «estadista» era Winston Churchill, por su mucha insistencia en
el peligro que suponía la Alemania de Hitler y la convicción, puesta de
manifiesto en sus discursos más famosos, de que si las democracias occidentales
renunciaban a la lucha, si buscaban un acuerdo con los dirigentes nazis, sería
el final; el final definitivo, no sólo de su independencia, sino de la
civilización occidental, para siempre.

La historia universal no se
reduce a la biografía de los grandes hombres, como quería Thomas Carlyle en el
siglo XIX. Pero esto no significa que no exista la grandeza; y mucho menos que
no haya algunos personajes excepcionales de la historia capaces de resumir, por
sí solos, toda una época.

¿Quién negaría que la muerte
de Edward Kennedy ha cerrado una página del siglo XX? El león del Senado no
sólo era el celo de la coherencia, la intención constante o el frío compromiso
del mejor liberalismo americano. También era la cara dulce de una América que
había empezado a perder su inocencia y a desengañar a muchos; y el último
reflejo de una dinastía de políticos que enseñó al mundo que el proceso de
redescubrir Estados Unidos no concluye jamás, haciendo que el país de Jefferson
o Walt Whitman volviera a encontrarse a sí mismo, borrando la impresión de una
nación vieja de hombres viejos, gastados, cansados, temerosos de las ideas, de
los cambios, del futuro.

No… Metternich no se
equivocaba. Hay personajes de la historia que arrastran consigo épocas enteras.
Algunos mueren con las botas puestas, en el mismo escenario donde se
convirtieron en leyenda. Otros desaparecen entre las sombras silenciosas y
familiares del retiro. Así cerró los ojos al mundo este pasado verano Joaquín Ruiz-Giménez,
arquitecto del diálogo en los tiempos del tardo-franquismo, muñidor de la
reconciliación entre las dos caducas Españas que helaban el corazón de Machado,
precursor de la Transición.
Un soñador para una democracia

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