20
Sep

Publicado en el Diario ABC.
Con «Ejemplaridad pública» (Taurus), tercera entrega de la tetralogía dedicada a la experiencia y la esperanza, Gomá culmina la trilogía dedicada a la primera. El autor prepara «Necesaria pero imposible», donde habla de la segunda y de la vivencia religiosa
«Los jóvenes gozan de una libertad antes conquistada y ahora subvencionada por sus padres»

El filósofo Javier Gomá en la terraza de su despacho en la Fundación Juan March
Gomá y la gran crisis de valores contemporánea
Para Javier Gomá, vivimos un periodo de transición, por la sustitución de un orden basado en la trascendencia (esta vida sólo es un tránsito hacia otra eterna, por lo que nos debíamos portar bien para ganarla) y en una cierta aristocracia del conocimiento (las élites fijaban los cánones de excelencia), hacia otro orden asentado en la finitud (nacemos, aprendemos, trabajamos, nos casamos, fundamos una familia, luego morimos y todo se acabó), lo que nos ha sumergido en una gran desorientación. A buscar un modelo que nos permita vivir en este mundo democrático ha dedicado su obra. Se trata de una tetralogía dedicada a la «experiencia y la esperanza». Ahora, con Ejemplaridad pública culmina los tres volúmenes dedicados a la primera: Imitación y experiencia (Pretextos 2003, Crítica 2005, con el que ganó el premio Nacional de Ensayo en 2004) y Aquiles en el gineceo (Pretextos 2007). Ahora prepara el último libro de la tetralogía, Necesaria pero imposible, en el que habla de la «posibilidad de una esperanza más allá de la experiencia», es decir: de las creencias religiosas hoy día.
La pedagogía es uno de los centros alrededor de los cuales gira la obra de este filósofo y ensayista. O más que pedagogía, lo que el autor recupera y actualiza es un concepto más amplio: el de la antigua paideia griega, que es más amplio e integral, pues «conforma todas todas las dimensiones unitarias de la personalidad al mismo tiempo, para integrarlas responsablemente, por convicción y no coacción, en el proyecto colectivo». Por ello, comenzamos esta conversación -que se desarrolló en el salón de su despacho en la Fundación Juan March- abordando un tema de candente actualidad: los disturbios juveniles ocurridos hace unos días durante las fiestas de Pozuelo.
¿Qué les está pasando a nuestros jóvenes? ¿Acaso no disfrutan de gran autonomía personal, igualdad de oportunidades en el acceso a la educación y de una situación económica incomparable con la de los jóvenes de otras épocas, hasta convertirse en casta aparte y en grupo específico de consumidores?
-Ocurre que nuestros jóvenes gozan de una «liberación» y de unas libertades heredadas, que no han conquistado ellos sino la generación de sus progenitores o de sus abuelos durante los años sesenta. Es decir, esta juventud es una juventud subvencionada por sus padres: liberada por herencia y sostenida por otros, y a la que nadie le ha dado instrucciones para un uso responsable de su libertad. Aún utiliza un lenguaje trasnochado de la «liberación» y, paradójicamente, los jóvenes se han convertido en consumistas y en prisioneros del peor capitalismo.


La gente se pregunta cómo devolver la autoridad perdida a los padres y a los profesores.
-Yo no creo que la solución sea aprobar una Ley de Autoridad en las aulas ni, como propone Zapatero, dotar de un ordenador a cada estudiante, sobre todo cuando el lenguaje tanto en el ordenador como en las aulas es ese viejo lenguaje de la «liberación» o, incluso, de la «transgresión». Hoy, la paternidad y la maternidad han dejado de ser un asunto meramente biológico. La autoridad de los padres, así como también la de los profesores, ya no puede imponerse, sin más, como en otras épocas. Ya no vale aquello de «haces esto porque lo digo yo, que soy tu padre o tu profesor». La autoridad paterna y profesoral hay que merecerla siendo un ejemplo para los hijos y alumnos, que se siga por persuasión y no por coacción. Estoy en contra de las jerarquías coactivas de otras épocas. Creo que el proceso de «liberación» experimentado durante la segunda mitad del siglo XX y que mejoró, sobre todo, la situación de las mujeres, de los jóvenes y de ciertas minorías, era absolutamente necesario; y si no se hubiera producido, yo me pondría hoy en la primera línea para conseguirlo. Pero ese lenguaje de la «liberación» expresado ahora me parece como tirarle piedras a la estatua de un dictador muerto hace cuarenta años. Sí creo que es viable hacer un pacto de vida pública entre individuos que ya no se sienten interpelados coactivamente para hacer un buen uso de su libertad.
Su obra gira alrededor de conceptos como «ejemplo» y «ejemplaridad». Siguiendo con temas de actualidad, ¿no le resulta curioso cómo Barack Obama ha llegado a ser presidente de Estados Unidos?
-Es un hombre que tiene dos carreras universitarias y no ha llegado a la presidencia de su país por sus cualidades como intelectual y profesor, ni escribiendo tratados, sino a través de dos autobiografías en las que él se propone como un ejemplo a seguir. Creo que Obama capta muy bien la idea de que esta sociedad está compuesta por individuos que ya no admiten sin más el principio de autoridad, ni conceden a leyes coactivas la legitimidad para ordenar sus vidas. Toda la vida está compuesta de ejemplos, pero la ejemplaridad busca un efecto cívico. Nuestra sociedad conoce muchos ejemplos que tratan de imponerse por repetición, por ejemplo, a través de los medios de comunicación. Y el ejemplo es un asunto real. Vivimos inmersos en una gran red de influencias mutuas y esto trae consigo,nos guste o no, una gran responsabilidad porque lo que uno hace afecta a los demás; por eso yo creo que todos tenemos el deber de que nuestra influencia personal sea cívica. Sólo la persuasión no coactiva de un ejemplo cívico tendrá la capacidad de transformación para elevarnos de la vulgaridad.

Por ahí usted entra de lleno en un tema importante… ¿Pueden separarse la vida pública y la privada?
-Claro, y es que este concepto de «ejemplaridad» contradice la idea moderna que distingue la vida pública de la vida privada. La ejemplaridad involucra a todas las esferas de la personalidad. Eso que Cicerón llamaba «impresión de vida», por la que un individuo suscita confianza entre las personas de su entorno.
¿Qué es lo que nos inspira confianza en alguien?
-El juicio que nos procuramos sobre todas las dimensiones de su personalidad. No podemos imaginar a un hombre que sólo sea ejemplar en una parte de su vida. Podemos pensar de él que es competente o prestigioso en algo, pero la ejemplaridad es global. Nos hemos acostumbrado a distinguir y a separar entre nuestra vida pública y nuestra vida privada. Durante el siglo XX se han propuesto muchas éticas públicas -emancipatorias, comunicativas, teorías de la justicia como, por ejemplo, la de Rawl-, pero ninguna ética privada prescriptiva porque se entiende que en el espacio íntimo no hay mandato ni prescripción, sólo libertad, preferencias y opciones personales. Esa distinción escinde al hombre en dos unidades que hacen complicada la convivencia entre ciudadanos: una de ellas está confiada a los poderes públicos y la otra a la esfera de la intimidad. Con estos presupuestos, a mí me parece muy difícil que nuestras sociedades actuales logren persuadir a sus miembros de reformar su estilo vulgar de vida en un mundo democrático, que es igualitario y está secularizado.


Usted no tiene una visión negativa de la «vulgaridad».
-No, yo pido respeto por la «vulgaridad», pues es el resultado rigurosamente contemporáneo del igualitarismo y del proceso de la liberación subjetiva del yo, iniciado con la filosofía del Romanticismo (Fichte y otros); fruto de la extensión de la misma dignidad del hombre por el mero hecho de serlo y del fruto de sus creaciones. En cuanto producto de esa liberación subjetiva, son conquistas innegables de nuestro tiempo. La «vulgaridad» es el punto de partida de una teoría de la cultura que quiera ser realista, pero no el de llegada. Vivimos en un mundo de individuos liberados que llevan un tipo de vida vulgar desde el punto de vista de la libertad, pero que hacen un uso bárbaro, banal y a veces incívico de ella. De lo que se trata es de encontrar instrumentos persuasivos para que los ciudadanos admitan en conciencia la necesidad de evolucionar de esa «liberación» a una «emancipación».
¿A qué llama «emancipación»?
-Para mí, la «emancipación» es un uso responsable de la libertad. La «liberación» ha sido un largo proceso que comenzó en la Ilustración y que llega a la revolución de los años sesenta. No hace falta comparar a un hombre del siglo XVIII con otro de los años ochenta del siglo XX para darse cuenta del progreso de la libertad frente a la opresión que ha significado la adquisición de los derechos individuales y colectivos tanto como los de las minorías (niños, jóvenes, mujeres, homosexuales, etc.), un proceso que ha llegado a un máximo histórico: en verdad vivimos en una época de libertad consumada. No digo, claro está, que hoy no se produzcan violaciones de esa libertad y de esos derechos, pero al menos todos las consideramos ilícitas e inmorales. La «cuestión palpitante», como explico en el prólogo del libro, ya no es aumentar más la esfera de esa libertad conquistada, pues sería como vaciar un vaso de agua en el océano, sino cómo hacer un uso cívico y responsable de esa esfera ampliada de libertad, para construir un mundo habitable y vivible.

¿Cuál es el problema?
-El problema reside en que la cultura vigente sigue haciendo uso del lenguaje de la «liberación». Intelectuales, poetas, artistas y profesores coinciden con los «famosos», con actores, actrices o presentadores de televisión, etc., en transmitir a los jóvenes su derecho a ser libres, antes que enseñarles a adquirir los instrumentos que les permitan hacer un uso cívico y responsable de su libertad.

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