Hace ya unos cuantos años, cuando iniciaba mis primeras experiencias docentes, tuve un alumno canario al que suspendía de forma reiterada. Un septiembre, amenazante la penúltima convocatoria, me trajo una caja de puros, diciéndome que "se había tomado la molestia" de hacerme este obsequio. Le dije que no era necesario, ante lo cual el canario cogió la caja, cerró la puerta, dijo ¡Ah bueno! y se marchó.
Quedé bastante frustrado por mi reacción ante este indubitado intento de soborno. Lo que hoy todavía no sé es si la negativa se debió a mi exigente consideración de la moral profesional, o a que los vegueros eran de una marca que no auguraba especiales deleitaciones. Lo cierto es que aprobé al alumno no fuera a volver al año siguiente con la misma pretensión inconfesada y sobre todo con la misma caja de puros.
No me saqué la espina de aquellos protofarias, hasta que un discípulo, agradecido por mis consejos, me regaló un jamón de pata negra. Todavía me acuerdo de él (del jamón) y de aquellos tiempos en los que los favores académicos tenían compensaciones culinarias de tronío. Ahora parece que se han democratizado, porque el jamón de Gijuelo ha sido sustituido por donaciones mucho más prosaicas como los sobaos o las anchoas que regalan un presidente autonómico o la caja de picotas que confiesa haber recibido una presidenta.
¡Dónde vamos a parar! El día menos pensado recibiremos una lata de callos a la madrileña, un lote de pepinillos en vinagre o un paquete de jamón de york, con el argumento de que es más sano que el jabugo.
No soy de los que piensan que el regalo agradecido o interesado va a dejar de existir. Es como la vida misma. Pero sugiero a los donantes que en vez de trajes, bolsos, relojes, CDs del top manta, tabletas de chocolate a la taza o lotes de leche desnatada, regalen libros. Se corre el peligro de que el destinatario no los lea pero al menos se contribuye a la difusión de la cultura.
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