Muchas veces hemos oído decir que la Universidad española está cargada de estudiantes. Muchos más de los que deberían de haber como resultado de los prolongados déficits previos y de un desabastecimiento de la formación profesional que debería acoger a más personas.
Ya lo veníamos observando, pero el último informe CYD sobre Universidades presenta, con cifras actualizadas, un escenario matizado y preocupante. Matizado porque ya no somos lo que fuimos. Es verdad que por el porcentaje de alumnos en la educación terciaria (19%) estamos por encima de la media de UE-27, pero lo es igualmente que esa ratio ha disminuido ininterrumpidamente en los últimos cinco años.
Preocupante, al menos por cuatro razones. La primera es la disminución del número de graduados, circunstancia que contrasta con lo que sucede en los países de la OCDE donde, al contrario, sigue aumentando. La segunda es el reducido porcentaje de estudiantes (30%) que consigue terminar sus estudios en el tiempo establecido. La tercera, relacionada con la anterior, es la excesiva duración media que tienen las diferentes carreras: 6,3 años en las que deberían durar 5 y 4,5 en las que tendrían que hacerse en 3 (estas duraciones oficiales van a cambiar ahora con Bolonia). Y la cuarta, quizás la más preocupante, es a la tasa de abandono de los estudios que oscila en torno al 30%. Algo ha fallado y sigue fallando en el sistema para que tantos alumnos dejen sus estudios y tantos acaben sus carreras con retraso. Son indicadores negativos que están afectando a la calidad del sistema y que denotan fallos en los procesos de elección de la carrera, carencias previas en el diseño de los productos o insuficiencias en la preparación previa de los usuarios.
Estamos, sin duda, ante una gran asignatura pendiente a tener muy en cuenta en el panorama nuevo que abre la adaptación a Bolonia.
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