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Sobre los centauros y el desierto. Contra Antiquos.

Written on April 15, 2009 by Julián Montaño in Philosophy

Julián Montaño

Uno de los momentos más interesantes de la novela El nombre de la rosa es un debate que mantienen fray Guillermo de Baskerville –el protagonista- y el venerable Jorge de Burgos –uno de los custodios de la biblioteca, nombre que es trasunto de Jorge Luis Borges, ciego y poseído por una biblioteca laberíntica como el personaje- en el scriptorium, el lugar donde están los copistas y trabajan los monjes sobre los manuscritos. Han encontrado sobre la mesa de uno de los monjes asesinados el manuscrito en el que estaba trabajando, unas miniaturas con las que estaba iluminando el códice y en la que aparecían dibujadas todo tipo de imágenes irrisorias y fantásticas llenas de hombres con cuerpo de animal y animales que aparentan ser hombres propias del medievo:

“Como si en el umbral de un discurso que, por definición, es el discurso de la verdad, se despegase otro discurso profundamente ligado a aquél, por sorprendentes alusiones in aenigmate [enigmáticas], un discurso mentiroso que hablaba de un mundo patas arriba, donde los perros huían de las liebres y los ciervos cazaban leones.” (p. 114)

Son bromas que subvierten el orden de la realidad: las imágenes de la miniatura al fin y al cabo son un texto que pone “patas arriba” a otro texto, el que ilumina. Cuando los protagonistas están hablando de estas imágenes y de este mundo subversivo de las miniaturas comienzan a reír y entonces hace su aparición la majestuosa, hosca y española figura del venerable Jorge de Burgos. Comienza entonces un debate entre Guillermo y Jorge, un debate sobre la risa, quizás el mejor pasaje de la novela –en mi opinión el mejor texto de Eco.

Los centauros habitan el desierto exactamente igual que la esfinge está en un cruce de caminos. Porque centauros y esfinges no habitan la ciudad. Los centauros y las esfinges son parte del ultramundo, del extramuros, de las Tinieblas Exteriores, fuera de la Civitas Cuadrata, de Jerusalén, de Roma, de Tebas, del Cielo. 

Los animales mitológicos pasaron a ser en la antigüedad tardía y el medioevo símbolo de la confusión, del cruce de formas (torsos de hombre con cuerpo de caballo) de lo ambiguo, de lo que no es una cosa ni otra, de lo que no está definido, de la forma no natural, antinatural, viciosa, nefanda.

La Edad Media tiene como idea central y reguladora la convicción de que ser real es guardar un Ordo, un orden, y un orden es tener a las cosas con formas claras y bien identificadas en una clasificación que sigue un criterio claro. Las cosas son cualitativamente distintas – definitio fit per genus proximum et differentiam specificam. La inversión de este orden, la confusión de las formas, la antiliturgia de la realidad, lo que no se comprende, lo que es ambiguo y mueve a risa, la subversión, la di-versión, es el caos, el infierno, la noche oscura, donde no hay luz y las formas no están claras, donde nada se conoce. La sombra del mundo, el lugar fuera de los ejes del cosmos, fuera de clasificación, fuera del cardo y el decumanus, el mal.

La Edad Media es el descubrimiento del nihilismo preplatónico, de la era arcaica, cuando las formas se disolvían y congregaban en una naturaleza indómita, ingenua –atención a la etimología- inconsciente de las formas a las que da nacimiento, oscura y ciega.

Por eso el centauro, cuando ya cae la tarde sobre el esplendor del mundo antiguo (que ni Adriano, ni Juliano, ni Plotino, pudieron resucitar) y se alza un sol más invicto, se le aparece a San Pablo en el desierto, el lugar de las tentaciones (el lugar de las confusiones sobre las formas de la acción ) donde fuera tentado el que dijera sobre sí mismo “Yo soy la Puerta” (la puerta de la ciudad, por donde se entra a la Ciudad) y luego San Antonio Abad, el amante de los animales buenos, de aquellos que cumplen con su honesta missio en la naturaleza y no se mezclan.

La esfinge es la criatura del enigma, de lo que no está resuelto, terminado, completo, una forma. Fuera de la ciudad todo lo que hay son preguntas, ambigüedades, enigmas, cosas sin clarificar, sin responder, sin acabar.

Es curioso, pero este imaginario quedó por mucho tiempo en la mente europea y occidental. Tres ejemplos, uno del siglo XVIII, otro del XIX y un último del XX. Los caprichos de Goya, en los que la mezcla hombre-mono, hombre-burro es símbolo de males morales. Drácula de Bram Stoker, en los que el hombre-rata, el hombre-bestia y el vampiro son símbolo de un mal metafísico. El videoclip Thriller, para el tema Thriller de Michael Jackson (1982), que inauguró el videoclip como forma estética independiente, donde lo humano-animal y terrorífico es símbolo para una ironía postmoderna de un malestar estético y moral.

Y ahora ¿un retorno del Orden, de la forma, de lo conforme, de lo terminado, de lo inconfundible?

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