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Apr

Emilio Sáenz-Francés

Emperador y Zar Autócrata de todas las Rusias, demonio del medio día del delirio comunista convertido en nuestros días en oportuno e inofensivo mártir por la nueva Rusia… Nicolás Romanov ha sido, durante los últimos 100 años, esas cosas, y muchas otras más. Todo comenzó cuando heredó reluctante, con tan sólo 26 años de edad, uno de los imperios más extensos que el mundo ha conocido; un imperio milenario nacido entre las brumas legendarias del mito de la tercera Roma; la nueva Constantinopla: Moscú.

El joven Nicolás fue educado en ese ideal, que situaba al Zar sólo por detrás de Dios. El heredero creció así acompañado por los coros victoriosos de La Vida por el Zar de Glinka, una exaltación del pueblo eslavo en la que el Zar no sólo era el centro y el referente último, sino también un poder absoluto digno de una veneración fanática. Su padre, Alejandro III, que lideró una cruzada contra cualquier posibilidad de apertura en el régimen Zarista, amedrentó los titubeos infantiles de su hijo desde su descomunal estatura y sus modales rudos, más cercanos a los de los mujics que a las sutilezas de la Corte. La temprana muerte de Alejandro, con sólo 49 años, fue la primera de una larga serie de inesperados infortunios que alentaron la creencia de que una oscura maldición se cernía sobre la Dinastía.


Desde luego, aquel fue un reinado presidido por el luto y la desesperanza. Los fastos de la coronación imperial se vieron enturbiados por el hundimiento de una plataforma de madera en la pradera de Khodynka, donde tenía lugar una celebración popular en honor al nuevo Zar. Más de mil trescientas personas murieron. La fortuna se escurría entre las manos de Nicolás. Pocas semanas después, la llegada del Emperador a Novgorod, donde se inauguraba una exposición sobre los logros de la industria rusa, se vio precedida por una cruel e inusitada tormenta de granizo que causó enormes daños en la ciudad. Pero el Emperador no estaba dispuesto a dejarse consumir por el desanimo, que alcanzó un grado insoportable cuando supo que su hijo y heredero, el Zarevich Alexei, parecía la temible hemofilia, transmitida a las principales casas reales europeas por la herencia de Victoria de Inglaterra. La maldición continuó y, en 1905, la armada rusa fue humillantemente derrotada a manos de la escuadra Japonesa en la Batalla de Tsushima. El resultado: la inesperada irrupción de un nuevo poder en el panorama estratégico mundial y, en Rusia, una revolución liberal que pudo haber sanado los males del Imperio pero que, para el Zar Autócrata, era un mal supremo ya que amenazaba su poder absoluto, divino e indiscutido. El único hombre que pudo hacer de aquel un régimen exitoso, Pyotr Stolypin, murió asesinado en la Opera de Kiev en 1911, en presencia del Zar y de la Familia Imperial.

En aquella Europa de primos rivales y celosos, el Zar fue sin lugar a dudas el monarca más calidamente humano, pero también quizás el más imperfecto en percibir y paliar los sufrimientos de su pueblo. Promovió la I Conferencia de La Haya, que fue fruto exclusivo de su iniciativa, pero no pudo detener la carrera funesta que avocaba a aquella Europa de imperios asfixiantes a una guerra que acabó por exceder toda medida de crueldad y sinsentido.

La enfermedad del Zarevich exaltó el misticismo religioso de la Emperatriz Alejandra, princesa de la Casa de Hesse, que busco borrar el pecado de su origen alemán mediante una entrega desenfrenada a la ortodoxia rusa y al hombre que veía como su encarnación: Grigori Rasputin. La Zarina y el propio Nicolás acabaron siendo vistos como marionetas de ese enigmático personaje, que predijo a Alejandra que, si él caía víctima de un Romanov, toda la familia imperial perecería a manos del pueblo Ruso. El príncipe Yusupov fue el encargado de activar esa siniestra rueda del destino, al acabar con la vida del monje el 29 de diciembre de 1916.

Nicolás II vio la I Guerra Mundial como la oportunidad de vencer la maldición de su reinado, hacerse digno la herencia de sus antepasados y combatir junto con su hijo la terrible enfermedad que le atenazaba; sin embargo, su decisión, en septiembre de 1915, de asumir personalmente el mando del Ejército Ruso selló el destino de la Monarquía. Petrogrado quedo en manos de la odiada Zarina, del aun más despreciado Rasputin y de ministros cuya incompetencia desafiaba toda lógica. Con inusitada facilidad la Revolución arrumbó la Autocracia. El nuevo gobierno provisional, presidido por Alexander Kerensky, quiso salvar a Nicolás y a su familia, pero hombre cuyo parecido con el Zar le hacía parecer su hermano -su primo Jorge V- rechazó acoger al destronado Nicolás en Gran Bretaña. Con ello selló el destino de aquella familia de cariños y lealtades tan absolutos como auténticos. El 17 de julio de 1918, en la casa Ipatiev, en Ekaterimburgo, la familia imperial fue brutalmente asesinada. La maldición se consumaba con una mueca grotesca. Y es que en un monasterio del mismo nombre -Ipatiev- había comenzado, 305 años antes, el reinado de la dinastía de los Romanov.

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