A menudo recuerdo un café en la Rúa Nova y a Inés Vidal con aquellos ojos tan pequeños. Por entonces todo burbujeaba y las casas estaban húmedas, llenas de libros improbables que no he vuelto a ver: El diablo de Papini –que olvidé en un pupitre de la vieja facultad de Mazarelos- o El azul del cielo de Bataille –que algún amigo se olvidó de devolverme-. Recuerdo que en aquella época yo creía –pobre de mí- que todo era absoluto.
Inés, en cambio, dudaba de que nada fuese nada. Inés sólo leía a Carver y a Valente. Recuerdo que una vez nos acostamos, boca arriba, en medio del Obradoiro y contemplamos la lluvia de estrellas de principio de verano. Desde entonces la literatura no ha dejado de ser para mí una conversación entre vecinos, al anochecer, mientras pasean al perro delante de sus casas y fuman en silencio.
En cuanto a Bataille, no sé por qué me ha gustado siempre tanto. Aún ahora conservo sobre mi mesa una foto suya. Tiene algo remotamente curil que lo aureola. Sin embargo su boca es sensual y blanda. Para Bataille toda literatura es gasto, derroche, (qué hermosa palabra), puro lujo. A Bataille le gustaba la noche, lo imposible. Se movía siempre en los límites de lo intolerable, confundiendo las fronteras entre fealdad y belleza. "La frágil belleza humana sólo me conmueve hasta ponerme mal, -decía- al saber que es insondable la noche de donde proviene y adonde se dirige".
Sus libros me incomodan como me incomodan las vísceras expuestas en bandejitas de cartón, en los frigoríficos de los grandes almacenes. Pero no estoy segura de que eso sea malo. El azul del cielo me acompañó durante largo tiempo en la época en que yo empezaba a escribir. Había en este libro algo de temblor religioso, de"furor y de misterio" (citando a René Char) que me fueron gratos desde el principio. Recuerdo los vómitos en los umbrales de las puertas y las caídas de bruces. (Qué curioso: también he retenido la escena de El club de los poetas muertos en que el protagonista, al ver la blancura de la nieve, exclama ¡qué belleza! y luego vomita).
Hoy he vuelto a ojear La literatura como lujo. Tras escribir un poco, tomo el autobús ciento cuarenta y seis, que me lleva hasta la Gran Vía. Madrid está cálido y dorado. Los pensionistas se agitan, gorrionean y yo leo. Bataille me habla, desde su habitación remota de 1946 en alguna calle de París, mientras aquí, en Madrid, el sol de la mañana me calienta el pie derecho, "Escribir es el poder de añadir un rasgo a la visión desconcertante que el hombre construye incesantemente de sí mismo", dice.
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