Aunque en nuestros tiempos sea más frecuente el autor sobreexpuesto, omnipresente, la bestia mediática, elegir la soledad, el silencio, no es algo imposible en un escritor. Ese fue el caso de Emily Dickinson, de Thomas Pynchon, de Julien Gracq, de Maurice Blanchot…
También J D Salinger, que ahora cumple nada menos que noventa años, hace cuarenta, decidió poner fin a los cantos de sirena y se fue a vivir a una cabaña, en Cornish. Y sin embargo, fue él quien dijo: “Yet a real artist, I’ve noticed, will survive anything. (Even praise, I happily suspect.),”
¿Qué buscaba? ¿Silencio? Corrían los sesenta y ya era uno de los autores más leídos de Estados Unidos y quizás el que tenía más impacto mediático. Años más tarde, el asesino de John Lennon se confesó lector apasionado del Guardián entre el centeno.
Supongamos que Salinger sintió una presión insoportable, la de una leyenda que se forjaba pese a él, que amenazaba por engullirle, y que decidió escapar, escabullirse, cortar leña, gritarle a los reporteros, comprar en el Wal-Mart más cercano y, sobre todo, dedicarse a la más pura de las escrituras: aquella que va destinada solamente a uno mismo.
Esa es la soledad más absoluta para un autor, no el retiro físico, sino la renuncia a toda comunicación, a toda respuesta desde fuera. Pero, ¿es eso literatura? ¿Es literatura aquello no verá nunca la luz, aquello que nadie ha leído ni leerá sino uno mismo?
Pues quizás Salinger tenga razón y quizás sí.
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