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Aug

Miguel Herrero de Jáuregui

Publicado en Nueva Revista de Política, Cultura y Arte, Nº 117, mayo-junio 2008, pags. 91-101

"¿Qué tienen que ver Atenas y Jerusalén?". La frase de Tertuliano enunciaba un debate que ha marcado la historia espiritual de Occidente desde la Antigüedad hasta nuestros días. "¿Qué tienen que ver la Academia y la Iglesia?", clamaba el rétor africano. La construcción de la teología cristiana en los concilios de los primeros siglos le mostraría que tienen mucho en común. Y Tertuliano, encerrado en su extremismo, acabaría apartándose de Roma. Pero no sólo los debates teológicos, desde los Padres a los alemanes del siglo XX, se desenvuelven en torno a esta cuestión. El pensamiento filosófico, jurídico y político de Occidente está profundamente enraizado en ella. La conversión del cristianismo en religión del Imperio, la Reforma, el racionalismo y la reacción romántica, se definen en buena medida por aceptar o rechazar la fusión de la cultura griega y el mensaje evangélico. Si Lutero trató de restaurar una añorada Iglesia no corrompida por Grecia, Nietzsche, otro apasionado alemán, teorizaba la nostalgia inversa, de la Grecia pura que el cristianismo habría sepultado después de que Sócrates la hiriera de muerte. Y frente a los esfuerzos de separación, el iusnaturalismo de toda condición se ha esforzado en conciliar dos mundos que a veces se mezclan como el agua y el vino, y a veces como el agua y el aceite.

La helenización del cristianismo es, por otra parte, una cuestión clásica en la historia de las ideas, y grandes estudiosos de nuestro siglo la han tratado en profundidad. Werner Jäger, Jean Daniélou, Arthur Darby Nock, o Henry Chadwick son autores de estudios ya clásicos, que merecen ser reeditados, traducidos, y releídos por todos los interesados en tales cuestiones. Y éstos no deberían surgir sólo de los foros académicos y eclesiásticos. Por desgracia, no es este tipo de obras lo que suele tomarse como guía para navegar en las aguas de la alta divulgación histórica. Si los párrafos siguientes impulsan a alguno a su lectura, no habrán sido en vano.

La reflexión pausada y rigurosa sobre la helenización del cristianismo es tanto más necesaria hoy, cuando el interés por el tema ha aumentado de manera sorprendente, por razones de índole muy varia. Algunas son puramente accidentales, desde la irrupción de best-sellers de ficción religiosa, al debate sobre la mención del cristianismo en el prólogo de la fallida Constitución Europea. Son debates puntuales sobre cuestiones efímeras. Pero estas modas, aunque flor de un día, reflejan la importancia hodierna de temas de mucho más largo alcance: la mutua relación del cristianismo y la cultura de la sociedad occidental moderna; las diversas consecuencias de la laicización, entre otras el florecimiento de movimientos religiosos de nuevo cuño; la relación del cristianismo con otras culturas y religiones en el contexto de la globalización cultural. La identidad cultural y religiosa, los modelos de multiculturalismo, el ecumenismo religioso, son algunas de las cuestiones que el tema de la herencia griega en el cristianismo suscita. No son temas que afecten sólo a la Iglesia o los creyentes, sino a todos aquellos a quienes concierne la dirección en que marcha su propio grupo social y la humanidad entera. Es evidente que tales problemas tienen múltiples dimensiones y que la perspectiva histórica no es la única que interesa al afrontarlos. Pero no cabe soslayar el conocimiento riguroso sobre la formación del cristianismo y de la cultura occidental en la Antigüedad, so pena de falsear la realidad histórica con mitos que sólo sirven para hacer propaganda ideologizada en unos casos, y vender libros o películas en otros.

El eterno problema de todo debate historiográfico o científico que interesa al mundo de hoy es su excesiva dependencia de intereses parciales o espurios. A menudo se crean mitos por pura propaganda ideológica o simplemente crematística que rápidamente son creídos y defendidos con absoluta sinceridad. Otras veces el defensor ingenuo de una determinada posición piensa que de la conclusión a la que se llegue sobre el pasado depende la solidez de la posición presente. Tal empecinamiento es un error. En el siglo XIX, por ejemplo, la fascinante evolución del comparativismo religioso dio lugar a dos posturas opuestas pero unidas en la equivocación de su planteamiento. Hubo quienes creyeron ver en los paralelismos evidentes del cristianismo con otras religiones de la Antigüedad la clave que demostraba la falsedad de sus dogmas, y dedicaron sus esfuerzos a buscar paralelos e incluso forzarlos animados por un anticlericalismo poco disimulado. Y tampoco faltaron quienes, desde las filas contrarias, temieron el supuesto peligro de estas similitudes y se dedicaron a minimizarlas, cuando no a negarlas o ignorarlas. ¡Como si la verdad o falsedad del cristianismo dependiera de su semejanza o diferencia con otras religiones de su entorno! Felizmente, el debate académico actual sobre la cuestión está ya en general libre de aproximaciones apologéticas de uno u otro lado. La experiencia religiosa y las construcciones teológicas que surgen de ella, en cualquier ámbito antiguo o moderno, constituyen una realidad psicológica e histórica que, como tal, es merecedora de estudio científico. Decidir si esta experiencia responde a una realidad objetiva es cuestión que no depende en absoluto de la investigación empírica, sino de la fe de cada hombre. 

Pero los mitos y apologías de muy diversa laya, aunque vayan desapareciendo de los foros académicos, están aún muy presentes en los medios públicos donde la opinión colectiva toma cuerpo y se forma el caldo de cultivo de las decisiones políticas. Por eso pienso que no está de más fijar con claridad algunas claves generales sobre el tema desde los que avanzar en la deseable profundización.

Formación progresiva

A diferencia de otras religiones de su entorno, el cristianismo surge en un espacio y tiempo histórico bien determinado: la Palestina del siglo I, donde Jesús de Nazaret vivió y predicó, y donde sus discípulos comenzaron a proclamar su muerte y resurrección. Pero es evidente que entonces no nace una religión estructurada en su dogma, culto y organización, igual que en su nacimiento un hombre es muy distinto del adulto aunque sea el mismo sujeto. Entre Jesús y los concilios de Nicea y Constantinopla transcurren cuatro siglos, en los que el cristianismo se desarrolla progresivamente en un entorno muy helenizado.

Toda la predicación de Jesús se realiza en arameo en el marco de una cultura eminentemente judía. Pero la expansión y desarrollo de su mensaje que sus discípulos inician después se produce ya en un contexto cada vez más griego, de lengua y de mentalidad. Con toda probabilidad los cuatro evangelios se escribieron directamente en griego, es decir, no son traducción de un texto arameo perdido que se pueda reconstruir. También San Pablo, que establece las grandes líneas de la teología cristiana, es griego de lengua y de formación. El influjo paulino marcará la dirección helenizante, y por tanto universalista, que había de tomar el cristianismo irreversiblemente, frente a tendencias más apegadas a la raíz judía. Pero el esfuerzo de adaptación al mundo griego se construye, precisamente, sobre los precedentes judíos. Desde el siglo III a. C. los intelectuales judíos, especialmente en centros como Alejandría, trataban de integrar la tradición hebrea en el mundo cultural griego. El cristianismo no sólo seguirá los pasos del judaísmo helenístico, sino que llegará mucho más lejos en su aculturación a la tradición griega. Ésta se produce en tres planos: el dogma, la ética y la práctica religiosa, que se tratarán por este orden a continuaciòn.

To be continued…

El eterno problema de todo debate historiográfico o científico que interesa al mundo de hoy es su excesiva dependencia de intereses parciales o espurios. A menudo se crean mitos por pura propaganda ideológica o simplemente crematística que rápidamente son creídos y defendidos con absoluta sinceridad. Otras veces el defensor ingenuo de una determinada posición piensa que de la conclusión a la que se llegue sobre el pasado depende la solidez de la posición presente. Tal empecinamiento es un error. En el siglo XIX, por ejemplo, la fascinante evolución del comparativismo religioso dio lugar a dos posturas opuestas pero unidas en la equivocación de su planteamiento. Hubo quienes creyeron ver en los paralelismos evidentes del cristianismo con otras religiones de la Antigüedad la clave que demostraba la falsedad de sus dogmas, y dedicaron sus esfuerzos a buscar paralelos e incluso forzarlos animados por un anticlericalismo poco disimulado. Y tampoco faltaron quienes, desde las filas contrarias, temieron el supuesto peligro de estas similitudes y se dedicaron a minimizarlas, cuando no a negarlas o ignorarlas. ¡Como si la verdad o falsedad del cristianismo dependiera de su semejanza o diferencia con otras religiones de su entorno! Felizmente, el debate académico actual sobre la cuestión está ya en general libre de aproximaciones apologéticas de uno u otro lado. La experiencia religiosa y las construcciones teológicas que surgen de ella, en cualquier ámbito antiguo o moderno, constituyen una realidad psicológica e histórica que, como tal, es merecedora de estudio científico. Decidir si esta experiencia responde a una realidad objetiva es cuestión que no depende en absoluto de la investigación empírica, sino de la fe de cada hombre.

Pero los mitos y apologías de muy diversa laya, aunque vayan desapareciendo de los foros académicos, están aún muy presentes en los medios públicos donde la opinión colectiva toma cuerpo y se forma el caldo de cultivo de las decisiones políticas. Por eso pienso que no está de más fijar con claridad algunas claves generales sobre el tema desde los que avanzar en la deseable profundización.

Formación progresiva

A diferencia de otras religiones de su entorno, el cristianismo surge en un espacio y tiempo histórico bien determinado: la Palestina del siglo I, donde Jesús de Nazaret vivió y predicó, y donde sus discípulos comenzaron a proclamar su muerte y resurrección. Pero es evidente que entonces no nace una religión estructurada en su dogma, culto y organización, igual que en su nacimiento un hombre es muy distinto del adulto aunque sea el mismo sujeto. Entre Jesús y los concilios de Nicea y Constantinopla transcurren cuatro siglos, en los que el cristianismo se desarrolla progresivamente en un entorno muy helenizado.

Toda la predicación de Jesús se realiza en arameo en el marco de una cultura eminentemente judía. Pero la expansión y desarrollo de su mensaje que sus discípulos inician después se produce ya en un contexto cada vez más griego, de lengua y de mentalidad. Con toda probabilidad los cuatro evangelios se escribieron directamente en griego, es decir, no son traducción de un texto arameo perdido que se pueda reconstruir. También San Pablo, que establece las grandes líneas de la teología cristiana, es griego de lengua y de formación. El influjo paulino marcará la dirección helenizante, y por tanto universalista, que había de tomar el cristianismo irreversiblemente, frente a tendencias más apegadas a la raíz judía. Pero el esfuerzo de adaptación al mundo griego se construye, precisamente, sobre los precedentes judíos. Desde el siglo III a. C. los intelectuales judíos, especialmente en centros como Alejandría, trataban de integrar la tradición hebrea en el mundo cultural griego. El cristianismo no sólo seguirá los pasos del judaísmo helenístico, sino que llegará mucho más lejos en su aculturación a la tradición griega. Ésta se produce en tres planos: el dogma, la ética y la práctica religiosa, que se tratarán por este orden a continuaciòn.

To be continued…

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