Me ha salido al encuentro El Incidente, la última película de M. Night Shyamalan. Es peor que las anteriores de Shyamalan (El Bosque, Señales, El Sexto Sentido) pero tiene su vuelta de tuerca (su Turn of the Screw, la expresión no es inocente para aquellos que os guste Henry James). Lo malo da miedo. La principal característica fenomenológica del mal es que da miedo. Pero hay muchos tipos de miedo.
Es interesante una sensación previa al miedo, pero que es riquísima y que se explota mucho en el cine. Es la experiencia de lo inquietante, de lo inhóspito, de lo siniestro. Aparece cuando aquello que debe permanecer oculto empieza a mostrarse (esta es la definición del filósofo alemán Schelling de la que parte Freud en su ensayo sobre lo siniestro), cuando aquello que no se debe ver empieza a invadir lo cotidiano (voces de muertos, monstruos que pertenecen al abismo, un pasado de pesadilla del que se quiere huir). Inhóspito o siniestro se dice en alemán unheimlich, lo opuesto a heimlich, íntimo y hogareño. Como consecuencia de que aquello que debe permanecer oculto termina mostrándose está el que aquello que es antiguo, familiar, cotidiano, de repente se vuelva extraño e inquietante (un niño con un triciclo en el pasillo allí donde no hay niños, un payaso con una sonrisa rígida y estúpida, un tierno juguete que se torna amenazante y lleno de vida). Lo siniestro, lo inhóspito y lo inquietante son la experiencia emocional y cultural de la aparición del mal, de sus signos, de aquello que lo adelanta, que lo anuncia, que lo advierte, que lo indica, que es parte de ese mal y que invade el territorio confortable donde no está presente. En las novelas de Sherlock Holmes, deliciosamente psicologistas, los labios delgados de un señor con apariencia respetable delatan su naturaleza criminal, en las historias de Chesterton las formas equívocas (que no van por derecho, siniestras, a la izquierda) delatan al Padre Brown la presencia de una trama malvada, en la poesía y el teatro de Eliot frases familiares o nobles puesta en boca de voces oscuras son signo de algo funesto y destructor, en el cine de Hitchcock un peinado de mujer indica una trama incómoda o aviesa.
Pero todos esos signos son signos del Otro Lado. Son símbolos, indicaciones, pistas, huellas, llaves, puertas, anuncios de un lado, de una realidad que está por desvelarse completamente. Cuando todo aquello que está por revelarse se ha hecho presente del todo entonces tenemos terror o pavor, espanto, horror, pánico, la reacción emocional y cultural frente a aquello que es abominable, terrible o aterrador, horrible u horripilante, pavoroso, espantoso. Las tinieblas exteriores (Mt, 22, 14), el abismo, el Hades frío, el mar del Apocalipsis, el crimen innombrable, un vicio nefando o un monstruo de gigantescas proporciones. Es decir, aquello que no tiene Forma, que es inabarcable, enorme y que no es susceptible de conceptualizarse, racionalizarse, aquello que nuestra vista no aguanta, cuyo nombre no se pronuncia, porque nombrarlo es hacerlo presente (los nombres traen a la presencia las cosas, eso pensaban los antiguos y el filósofo alemán Heidegger, también muchas culturas primitivas y la psicología popular, cuando por ejemplo no se habla de determinados temas – otro filósofo alemán, Frege, cree que es al contrario, los nombres nos llevan a nosotros a las cosas, pero eso es otra historia).
Es curioso, pero esto último no deja de tener su atractivo estético. Esto último lo investigaron filósofos del s. XVIII como Edmund Burke y Kant cuando estudiaron la categoría estética de lo Sublime frente a lo Bello, o sea de aquello que nos atrae por su falta de forma frente a aquello que nos atrae por la perfección de la misma: imaginaros la atracción que ejerce sobre nosotros el aspecto cósmico de Saturno devorando a sus hijos o el aspecto abismal de una marina de Turner frente al distinto tipo de atracción que ejerce sobre nosotros la belleza quieta de Marte y Venus de Botticelli o la serenidad de un puerto de Lorraine (Claudio de Lorena de toda la vida, aquí en España). Pero sigamos hablando del mal.
El mal aparece como terrible cuando se presenta sin su Principio. Cuando conseguimos conceptualizar el mal, darle una explicación, racionalizarlo no aparece tan terrible. Es peligroso y hay que evitarlo (vitando era un antiguo sinónimo para lo maléfico), pero uno tiene herramientas para evitarlo y defenderse, se ha hecho algo manejable. Esto lo hace la Ciencia, la Moral o la Religión: al explicar un mal o darle una justificación de algún modo lo hacemos abarcable, parte de nuestro paisaje y podemos convivir con él (pensemos en la enfermedad, la catástrofe o el vicio). Al hilo de esto, es verdad que en el mismo s. XVIII también se intentó una justificación absolutamente racional de todo el mal, empezó llamándose Teodicea y terminó en el ocaso del siglo llamándose Filosofía de la Historia. A estos señores del XVIII les debemos nuestra moderna visión de la Historia como progreso indefinido desde una situación de superstición (sometidos al mal sin explicación alguna) a otra (utópica) en la que el mal esté completamente explicado y exorcizado (la edad de la Razón, la dictadura del proletariado, la religión de la ciencia, hay muchas versiones de esta idea tan peregrina). CONTINUARÁ
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