Las formas tradicionales, canónicas, consagradas por la práctica y la teoría de generaciones, son un incordio en muchos casos. Fijan reglas normas aparentemente arbitrarias, decretan con arrogancia qué se debe hacer y qué no, y sobre todo, imponen límites al libre albedrío de los sujetos. Y sin embargo, estas mismas barreras ofrecen un material con el que crear e innovar de manera que a veces es imposible a partir de una teórica omnímoda libertad. Por evitar campos más intrincados a los que un blog no hace justicia, ciñámonos aquí a un pequeño ejemplo.
El otro día hablaba del característico encabalgamiento homérico, que comienza un verso con el epíteto del sustantivo del verso anterior: “la cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles / maldita, que tanto dolor…”. El encabalgamiento respeta los límites de la métrica del verso, pero a través de la continuidad sintáctica evita que la forma derive en una inercia estática en que cada verso fuera una frase diferente. Evita así la recitación monótona, la previsibilidad, las fórmulas fosilizadas que acaban perdiendo el sentido. Pero lo hace precisamente a través del respeto a las reglas del juego. Las propias normas producen el mecanismo que las bordea para lograr avance, dinamismo, y una expresión de arrebatamiento y ruptura mucho más clara que si no hubiera pautas métricas que marcaran el camino a transitar. Véase como ejemplo el final de aquel soneto de Blas de Otero:
Enormemente enfermo insisto, grito
contra tu noche. No sé ya qué hacer.
Abro, cierro los ojos, pongo, quito
trabas al sueño. Oh Dios, si aún no estoy muerto
mátame con tu luz. Te quiero ver.
Necesito morir, dormir despierto.
Y ya rozando el extremo, no sólo rompiendo la unidad sintáctica, sino léxica, aquello de Fray Luis:
Y mientras miserable-
mente se están los otros abrasando
en sed insaciable
de no durable mando
tendido yo a la sombra esté cantando.
El verso libre, orgullo de la modernidad, sin métrica ni rima, tiene muchas ventajas, entre otras, que cada palabra está donde quiere el poeta, sin ninguna norma externa que condicione su posición. Pero no puede disfrutar de la sutileza del encabalgamiento, que lleva al verso reglado a volar hasta el extremo de su propia esencia. A hacer de sus propios límites las velas que la inspiración hincha y empuja.
Todos tenemos límites, la vida nos los muestra a cada paso. Lo primero es conocerlos. Después, aprovecharlos. A veces, para romperlos. Y otras, para encabalgarnos sobre ellos.
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