A veces usamos los diminutivos, no para reducir la dimensión de una cosa o persona, sino para magnificarla. Todos conocemos a individuos habilidosos en el ejercicio de una función, que definimos con su diminutivo. “El cerebrito” es un personaje con destacada capacidad intelectual; el “manitas” lo arregla todo en un pispas; el “cocinillas” posee grandes dotes culinarias; y el “piquito de oro” encandila a la concurrencia con exuberante verborrea. Recuerdo aquel Pepín de mi juventud, gran seductor y amador profesional, al que sus amigos llamaban “colita”.
Pero hay otros usos. Tener una “barriguita” es exhibir un protuberante abdomen moldeado por el consumo de muchas “cañitas”. Por esa vía adquieres unos “kilitos” de más y acabas siendo “un gordito”.
La playa, aunque tenga una extensión sahariana es la “playita” y el sol benefactor que nos tonifica es el “solecito”, aunque su dimensión permanente y volumétrica nunca aconsejaría el diminutivo.
Una “amiguita”, no se crean ustedes, no es sólo una conocida pequeña; en ocasiones es un planazo, con tendencia a la permanencia, protagonizado un auténtico putón verbenero.
Si te dicen de una persona que es un “sosito” échate a temblar. Los “bobitos”, pobres, suelen rozar el encefalograma plano, y los que están “muy malitos” hacen antesala en las 10 de últimas.
Poseer un fortunón es tener “dinerito” y hay quienes, tras cometer un desfalco o una tropelía, se van “de rositas”.
Una persona tratable y facilona es una “perita en dulce”, un buen negocio puede ser un “chollito”. Y una intensa relación sentimental un “rollito”.
Los diminutivos también contradicen el tamaño de algunas personas. Angelín era el pívot de mi colegio y pesaba 120 kilos. Y qué me dicen de Sarita o de Carmencita o de Pititas.
Ya lo sé. El diminutivo, aunque esté en contradicción con la dimensión de la persona o del objeto de que se aplica, refleja sobretodo cercanía, aprecio, reconocimiento, valoración, cariño. Bueno, si es así, sigamos empleándolos.
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