Se me ocurrió el otro día mientras cantaba La Marsellesa en el coche (ese gran espacio de libertad donde uno puede vocear a pleno pulmón). Al decir lo de ...le jour de gloire est arrivé! Contre le jour de la tyrannie… pensé qué acertado era hablar del Día de la Gloria y el Día de la Tiranía. Mucho más claro, desde luego, que decir que la Libertad se opone la Tiranía, o vacuidades similares en las que coinciden, como no pocas veces, los antiguos mitos alegóricos y el estructuralismo hipermoderno. El día da un contenido concreto, histórico y real, a lo que si no ocurre en él no deja de ser una abstracción. Los antiguos griegos lo veían aún más claro que nosotros cuando para señalar el día en que caen a manos de los enemigos, no hablan del “día de la esclavitud”, sino del “día esclavo”.
Lo poético, a veces, va más directo a la realidad que lo asépticamente abstracto. Y es que no sólo es más estética la expresión, sino que se acerca más a la verdad. Las cosas pasan en días concretos, que reciben un nombre propio: es cierto que algunos días, como por ejemplo el Jueves Negro, o el Día del Armisticio, son simples puntos finales de un proceso de decantación anterior mucho más largo, como la última gota hace rebosar un vaso ya lleno. Pero otros días son decisivos, y en ellos se resuelve todo en un determinado sentido, irreversible para bien o para mal. Y por ello reciben merecidamente un nombre propio, que los saca del anonimato del común de los días: los célebres Idus de Marzo dependían del acierto del puñal de Bruto y sus secuaces; y ¿quién no recuerda el discurso del Enrique V de Shakespeare sobre el Día de San Quintín, que en ocasiones se ha traspuesto al Día-D de nuestra época? Stefan Zweig tiene una simpática obrita, Horas estelares de la Humanidad, en que novela algunos de estos grandes Días. Las religiones tienen también sus días decisivos, únicos en un nivel cósmico, que se celebran periódicamente, como veremos esta semana. Y más allá del plano histórico y cósmico, hay Días en la vida de cada cual: el día de la graduación no es más que el punto final de toda una carrera, pero, ¿alguien duda que la vida está trufada de accidentes, encuentros fortuitos, decisiones de un momento, que la cambian decisivamente?
O mejor diría, sólo
tiene Días la vida que merece la pena ser vivida. Cuando de la euforia
de la autopista pasé a la monotonía del atasco, supe cómo iba a acabar
este post. Con permiso de Julián, que es quien sabe de estas cosas,
pienso que un riesgo de la sociedad urbana postmoderna es uniformizar
los días de tal modo que sólo se distinguen por la hoja del calendario.
No quiero caer en los tópicos, y el que quiera hablar del trabajo
monótono alienante puede ver Tiempos Modernos de Chaplin. Ni en
mera nostalgia, diciendo que las vacaciones repartidas a lo largo del
año, el aire acondicionado, el cambio climático, han acabado incluso
con las estaciones. Me refiero a que en la sociedad postmoderna se
ahuyenta la presencia de días decisivos: la muerte se esconde y se
olvida, los nacimientos y matrimonios escasean, las religiones con sus
días cósmicos se dejan de lado. Y en cambio, se ritualiza lo cotidiano,
se predica el anonimato de los días, que los hace intercambiables entre
sí. De modo que, cuando uno muere, puede recordar su vida como un sólo
día, siempre igual a sí mismo.
No es posible decir que es igual de buena una vida de días que una de Días. No es lo mismo. Hace un par de semanas cité el Homo Ludens de Huizinga. Hoy recuerdo que en su otra gran obra, El Otoño de la Edad Media,
empieza ensalzando el tono de la vida del siglo XV: todo se sentía con
más intensidad, el dolor y la alegría, como los colores de un cuadro
flamenco. Hoy se puede también vivir así, pero ya no es evidente, ni
obligatorio. Sólo a quien la elija espera una vida de Días con Nombre
Propio. Buscarla es “un bello peligro” (Platón, Fedón).
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