En los años de la Guerra Civil y posteriores se habló con profusión de la (conveniente) España de los 40 millones de habitantes Por entonces éramos muchos menos, pero se ansiaba la cifra por ser una condición necesaria (?) para alcanzar el rango de “gran potencia” que merced a “nuestros grandes recursos” nos correspondía. Se alentó entonces una política de crecimiento a través de la incentivación de la natalidad y el desaliento de la emigración, en una sociedad que, acabada la guerra, sufría grandes penurias y escaseces.
Pero fueron pasando los años y la pretendida población no se hacía realidad. La política natalista, anoréxica de financiación fue languideciendo y la emigración se reanudó desde los años 60 con la salida a Europa, el último episodio de la España peregrina.
Hasta que el censo de 2001 permitió conocer que por primera vez en nuestra historia, habíamos rebasado la mítica barrera de los 40 millones. La superamos y la dejamos pronto atrás, porque el Padrón del 1 de Enero de 2007 dio más de 45 millones de habitantes.
Somos más que nunca y más diversos que nunca. Si a los demógrafos de la España franquista les hubieran dicho que íbamos a crecer gracias a la inmigración, prioritariamente extraeuropea, les hubiera dado un sincope. Pero es así. Ya tenemos con seguridad más de cinco millones de extranjeros que introducen diversidad de orígenes, de culturas, de lenguas, de religiones, de comportamientos, de modos de vida, en una España anterior mucho más homogénea, cuya variedad territorial era provocada por los desplazamientos de sus propios habitantes.
Gracias a la inmigración se ha reactivado el crecimiento demográfico, pero la situación no es para tocar a arrebato. La fecundidad aunque mejorada sigue bajo mínimos, y el envejecimiento se ha acelerado.
Aún vamos a crecer, pero a medio plazo volverá a cernirse sobre nosotros la sombra de la involución demográfica.
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