Ficción
La isla de Loih flotaba en el Atlántico Norte, último misterio del rosario de islas que protegen la costa oeste escocesa. A este remoto lugar se accedía por ferry, desde el pequeño puerto de Maraigh, con un permiso especial de las autoridades medioambientales. Loih era una reserva natural poblada por ciervos, aguilas, focas, delfines y ballenas. No había coches, ni motos, solo ponys.
Loih fue propiedad y coto de caza del marqués de Corlsbury. En la revolución industrial, el acaudalado empresario, Sir James Pullough, se encaprichó de la belleza salvaje de su paisaje, y adquirió la isla, en cuya pequeña bahía hizo construir el castillo de Loihloch. Recuerdo como el viejo ferry nos dejó en medio de la bahía, poco preparada para barcos grandes, en aquel fin de tarde del solsticio de verano. Un bote nos vino a buscar, a remo, para llevarnos al diminuto atraque, entre truenos lejanos de sotavento, bajo el sol noctámbulo del equinocio. Una vez en el embarcadero subimos andando la suave cuesta que desembocaba en el imponente portón de Loihloch. Un albadón y una campana daban a elegir la forma de hacerse presentes.Optamos por el aldabón.La puerta se abrió en el momento en que las primeras gotas de lluvia fina empapaban con rapidez los musgos y liquenes de los gruesos muros de piedra. Entramos en la luz tenue y el chisporreo de la gran chimena que presidía el inmenso hall cubierto de ricas alfombras,trofeos de caza y bellas telas de cenizas de esplendor. El tiempo parecía haberse detenido en aquella estancia, entre fotos sepias, retratos sin nombre, y flores secas. A través de los ventanales volaban bandadas de gaviotas en busca de abrigo entre las rocas de aquella isla sin árboles.
La doncella que nos acompañó a la biblioteca vestía un riguroso uniforme negro con delantal de volantes blanco y almidonado.En la biblioteca, delante de una mesa de billar de tapete rojo nos dió la bienvenida la que, mi imaginación, bautizó inmediatamente como la Gobernanta. Miss Mc Douglas era una escocesa enjuta, entrada en años, que había estado al servicio de Lady Pullough hasta su muerte. Cuando la difunta donó Loih a las autoridades, Miss McDouglas ya era parte inseparable de Loihloch, y, nadie se atrevió discutirlo. Miss McDouglas se encargaba de acomodar a los "guests", como enfatizaba su cadencia.
Tomamos una copa de oporto mientras subían las maletas a nuestro cuarto deseosos de saber algo más sobre Loih, Loihloch, y quienes lo habitaron.
Subimos a cambiarnos para la cena que se servía en el comedor a las ocho en compañía de tres huéspedes más que se alojaban en el castillo. Cuando bajamos hacia el comedor, vimos atracado un pequeño velero en la bahía.
El comedor estaba iluminado por grandes candelabros que reflejaban su luz bailona en la cubertería de plata antigua, grabada con una floreada P, en letra inglesa. "Pullough" pensé. Todo estaba allí, impasible al paso del tiempo.
Los comensales eran un matrimonio cuaquero de Liverpool, dueños de una fábrica de chocolates, y del velero atracado en la bahía. El tercero era un meteorólogo escocés gordinflón, de gruesas gafas que había venido a Loih a elaborar un informe pluviométrico. Mi acompañante y yo eramos "raras avis" en aquella latitud, y la conversación giro en torno a la razón que nos había traido a la isla: la ornitología.
La velada transcurrió entre deliciosos platos y vinos australianos en una continua sensación de que, a aquella mesa, se sentaba alguien más. Las velas lloraban lágrimas de cera rodeadas de extraños, en aquel ambiente profano, que me hizo pensar en "Los diez negritos" de Agatha Christie.
Continuará…
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