Parte de una cultura y parte muy esencial es lo que se puede llamar el Imaginario de una cultura. El Imaginario es el conjunto de imágenes, lugares comunes con los que una cultura asocia sus emociones, gustos, pasiones, afectos, su vida emocional. Este conjunto de imágenes proporcionan un material común con el que ejemplificar y darle un correlato objetivo a la vida emocional, a la vida subjetiva (del individuo o de la comunidad). Si queremos comprender la vida emocional de una cultura uno de los documentos imprescindibles es todo este conjunto de imágenes que se encuentran en la literatura, los mitos compartidos, las historias de la tribu y el acervo del sentido común.
Ahora bien una cultura se define en parte por lo que nosotros sabemos de ella (perspectiva de la 3ª persona, del visitante o espectador, la perspectiva externa) y por lo que ella dice de sí misma (la perspectiva de la 1ª persona). Y la imagen que tiene una cultura de sí misma se define en la mayor parte por su delimitación de lo que es bueno y lo que es malo, de lo que es aceptable y de lo que no lo es. El Bien al que aspiran los componentes de una tribu y el método que describan para acortar la distancia entre donde uno está y el Bien nos da una idea –muy básica- de lo que una cultura es. Cuando una cultura coloca su cielo y si infierno traza un mapa moral, unas coordenadas morales que la definen con cierta precisión. La imagen que una cultura tiene de sí misma depende bastante de lo que la gente quiera llegar a ser (y lo que definan como ser “de verdad, de verdad”, como ser del todo) y lo que no quiere en ningún momento ser. Cuando un maestro medieval pinta o esculpe el infierno como la Confusión (hombres con extremidades de pájaro, niños con cara de mono, pontífices que tienen cara de burro, todos mezclados con todos) y su cielo como una distribución ordenada de ancianos sentados en tronos, coros bien dispuestos alrededor y todo tipo de gente separada y dispuesta según su condición en las distintas jambas y arcos de una puerta, está diciendo algo de cómo son ellos. La Edad media europea era una cultura obsesionada con la clasificación, la identificación por géneros y clases, donde lo que haces y puedes hacer depende del tipo de cosa que tú eres y donde vivir es vivir conforme a las reglas de lo que tú eres. El mal es el desorden, la confusión de clases y tipos. Algo completamente distinto a otra cultura como la japonesa –según la describe Ruth Benedict, por ejemplo, en La Espada y el Crisantemo– donde lo importante no es que tú ocupes un puesto en la jerarquía según lo que tú eres (de tal modo que si no te dan ese lugar alguien ha cometido una falta de reconocimiento para contigo) lo que te define es precisamente ese puesto en la jerarquía. Ser más, ser del todo, era en Japón tener y defender ese puesto (al modo en que Japón defendía su puesto en el concierto de las Naciones –qué antigua suena esta expresión, por cierto- en el periodo de entreguerras). Si alguien no te lo reconocía no es que se cometa una injusticia y vayas tú y le rompas la crisma al culpable, al contrario, eres tú el que se tiene que quitar de en medio (te suicidas, por ejemplo) porque ya NO eres. En la Edad Media europea las esencias están antes que el orden y lo configuran, en el Japón de antes de los 50 es al revés, el orden configura las identidades. Por eso el imaginario japonés está lleno de cuentos que hablan de duelos terribles y desgracias familiares que proceden de una falta de cortesía cometida por alguien y de shogunes pérfidos que se olvidan de privilegios feudales, o sea jerarquías que no se respetan.
Pues bien, a la hora de perfilar como es el Imaginario de una cultura no hay nada más fascinante que ver qué se utiliza para describir el mal, cómo se materializa aquello que hay que evitar, la nada, la desgracias, la falta de sentido, lo terrorífico. En occidente asociamos lo terrorífico a lo oscuro, allí donde no llega la luz y por tanto estamos siempre desprevenidos, sin horizonte, al albur de lo que nos hagan. Asociamos lo terrorífico a cavernas lúgubres, a castillos majestuosos con salas oscuras, a rutas desoladoras como el Infierno de Dante. También lo asociamos a lo salvaje, lo que no está habitado, lo inhóspito. Occidente es una cultura eminentemente urbana donde la ciudad, el intramuros, es símbolo de protección y humanidad. Las esfinges y los demonios viven en los desiertos y en los bosques. Antígona veía con pavor como el cadáver de su hermano quedaba expuesto en medio de ninguna parte, o sea en medio del campo y fuera de la ciudad. Ser condenado era en la antigüedad ser expulsado a las “tinieblas exteriores”, fuera de la Ciudad de Dios, al desierto donde el demonio está permanentemente al asalto. El desierto, la selva umbría o el mar informe son símbolos del mal, allí donde no se puede vivir. La ciudad, la casa, es el lugar donde siempre se vuelve, donde se es de verdad y se es del todo -en la cultura hebrea antigua, por ejemplo, esto no es así, el lugar donde se vuelve siempre está indicado con partes del cuerpo del tipo “el seno de Abraham”, los polluelos que se van debajo de las alas de su madre, “…entrad en el seno de vuestro Señor”, etc. y el lugar de donde se sale también: “os vomitaré de mi boca”, “os apartaré de mis costado”.
Lejos de los muros del imperio, en los Balcanes recónditos vive Drácula, un mal distante, aristócrata y altivo que se alza amenazante sobre la civilización urbana y burguesa del XIX y Joseph Conrad situaba el Corazón de las Tinieblas en un punto ciego a toda regla moral como es la selva indómita y opaca del Congo. T.S. Eliot imaginó la ciudad del siglo XX como un solar ruinoso lleno de ídolos rotos y habitado por salvajes incontinentes. Francis Ford Coppola escogió el territorio río adentro de un Vietnam incomprensible para representar un infierno contemporáneo y Sherlock Holmes cuando le hizo frente cara a cara al mal, el siniestro Dr. Moriarty, tuvo que hacerlo en el paisaje sublime e indomeñable de las cataratas de Reichenbach.
Pero la que es interesantísima es la variante americana del imaginario sobre el mal. En EE.UU. el lugar siniestro e inhóspito es siempre el campo de maíz, es allí donde siempre te persigue una amenaza sin rostro, agazapada a la espera de una víctima inocente. Hay otras variantes de lo más fascinantes que quizás demanden un post aparte. El sótano es siempre un lugar amenazante en la literatura y el cine americanos (es curiosamente el lugar menos público y accesible de la casa) y otro es el granero (el granero rojo de tantas películas) que siempre contiene escondidos seres impensables, presencias aviesas, la clave de expedientes sin resolver o de invasiones de otros mundos (el mal en EE.UU. es un determinado tipo de invasión, exactamente igual que en la Europa del XIX era un determinado tipo de infección).
¿Qué os aterra más? ¿qué os da miedo? ¿este post?
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