En Madrid la Fundación Carlos de Amberes celebra esta semana un seminario sobre el Ducado de Borgoña. Al enterarme no he podido resistirme a causar hoy a Rolf la irritación que produce leer trivialidades sobre la propia especialidad. Pero hace años pasé un verano maravilloso recorriendo esa tierra, y el recuerdo idealizado por la juventud y el vino me lleva a describir aquí algunas bondades borgoñonas. Tómese como introducción al post serio que espero que Rolf nos regale sobre el tema.
La antigua Lotaringia desapareció al poco tiempo de nacer en el Tratado de Verdún en que los tres hijos de Carlomagno se repartieron Europa (843). Pero esta idea de un estado transversal entre Francia y Alemania que dominase el Rin renació varias veces a lo largo de la historia europea, y aun se contempló seriamente en 1943 cuando los Aliados planificaban el mapa de la postguerra. Hoy ya parece historia virtual. Pero la posibilidad fue real, incluso probable, en la Borgoña en el siglo XV. Entretengámonos con un poco de histoire événementielle, aunque esté pasada de moda.
El Duque de Borgoña llegó a ser más poderoso que el Rey de Francia, ocupado en la guerra con Inglaterra, y bajo Juan sin Miedo y Felipe el Bueno la corte borgoñona floreció como ninguna en Europa. La Orden del Toisón de Oro unía en su vellocino a los antiguos argonautas de Grecia con la caballería más renombrada de la Cristiandad. Pero Carlos el Temerario fue derrotado por Luis XI, menos arrojado y más astuto, que incorporó Borgoña al reino de Francia ¿No suenan estos nombres a torneos y caballeros andantes que van buscando justas? Tal vez novelas y películas como Ivanhoe nos han hecho idealizar la Edad Media y poner ojos de Taylor, Liz y Robert, a las mujeres y hombres de la época. Pero al menos en Borgoña se concentran como en pocos otros lugares las maravillas medievales que dejan soñar al que no está sujeto a la tiranía de la historia social.
Por ejemplo, los monasterios de Cluny y Citeaux, desde donde los benedictinos y después su rama cisterciense irradiaron cultura a toda Europa. O la iglesia de Vézelay, soberana en su colina, el mejor románico del mundo, aunque algún compostelano me lo discutirá. O las casas puntiagudas con tejas de colores de Dijon y Beaune. Aquí, por cierto, hay un políptico de Van der Weyden, el Juicio Final, que suspende los sentidos y no digo que es mejor que el Descendimiento del Prado porque no quiero ya despertar chauvinismos. Y en Dijon los sepulcros de los duques llevan la escultura gótica a extremos de perfección que uno se pregunta si verdaderamente aquí el Renacimiento no empobreció la fertilidad del arte. Pero no: Nevers, y Chatillon, y todos los chateaux del XVI y XVII que pueblan un campo riquísimo de viñas y bosques, dejan ver que la belleza es tan consustancial a la tierra como la fuerza a la mostaza.
Esto no es una invitación al turismo. Es una reivindicación territorial. La parte que Luis XI no anexionó a Francia fue heredada por línea materna por la casa de Habsburgo –y por eso el Toisón se dividió en una rama austriaca y otra española, y el Rey es hoy Gran Maestre de la segunda–. Cuando Francisco I de Francia fue derrotado en Pavía y hecho prisionero –en la Torre de los Lujanes en la Plaza de la Villa– firmó el Tratado de Madrid (1526), y entre otras cosas, se comprometió a ceder Borgoña a Carlos V, que alegaba sus derechos de heredero del ducado. Pero cuando Francisco volvió a Francia, denunció el tratado, y Borgoña nunca llegó a ser española. Yo en su lugar también lo hubiera hecho. Ahora, por lo mismo, si fuera Ministro de Exteriores me levantaría todos los días con ganas de reivindicar el tratado incumplido y anexionarla. Pero no se preocupen, que no hay peligro. Son ensoñaciones que produce el Borgoña…
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